La ventana entreabierta en medio de la oscuridad de la habitación, permitía que la brisa de la noche flameara el blanco cortinado y emitiera un sonido que era lo único que se percibía en aquel instante, a excepción de las puntillas de pie de Byrion que avanzaba lentamente, alerta y con su dedo en señal de silencio. Drake le seguía con el ceño apretado y el corazón latiendo en su pecho que se elevaba y descendía acelerado, ansioso y expectante.
Byrion se detuvo de espaldas a la pared y con cuidado corrió el cortinado para que Drake apenas asomando la mitad de su rostro pudiera ver la sombra de los hombres entre las arboledas que rodeaban su casa. No era ni dos sino al menos tres, pues luego de haberlos visto, descendieron las escaleras y desde la ventana de la cocina, percibieron otro más rondando la parte posterior. Tras una corta señal con las manos y la expresión de sus ojos, ambos se reunieron en la despensa.
—Es Law. —Dijo casi como un susurro, mientras Drake, perturbado caminaba de un lado a otro llevando su mano hasta la cintura y luego cruzando los brazos sobre su pecho.
—Es que no lo esperaba, al menos no tan pronto... ¿Crees que podremos con ellos? —Byrion enarcó una ceja.
—Te lo dije... necesitamos más gente aquí. Somos dos y ya sabes que él no se iba a quedar de brazos cruzados permitiendo que te apoderes de sus cosas, mucho menos al saber quién eres y que piensas meterte en su casa.
—Necesito estar allí, necesito estar cerca, seguir sus pasos, encontrar algo...
—Pero hazlo bien... no así. ¿Crees que le costará mucho matarnos? Es poderoso y podría hacerlo ahora, aquí mismo. Ya debe tener muy claro que solo hay un puñado de empleados, Diane que apenas camina y tu esposa que no entiende donde la estas metiendo. Dudo que tú y yo pudiéramos con ellos.
—No entiendes nada, Byrion. El no va a tocarnos ni un cabello, al menos no ahora.
— ¡¿Cómo puedes estar seguro?! Está la casa rodeada de gente... ¡No te confíes por amor a Dios!
—Porque no le conviene. Es inteligente y ya sabemos que no es la primera vez que lo hace. La noticia de Cadence ya debe haber recorrido medio Londres y un tercio de Inglaterra, jamás dejaría que ella muera el mismo día que reclama su herencia. Olvídalo. —Se puso de espaldas a Byrion y apretó sus ojos un instante, convenciéndose a sí mismo que no se estaba equivocando, que Law haría exactamente lo que había calculado.
— ¿Y piensas confiarte en tu intuición? —Inspiró profundo para calmarse, para enfriar su mente, para pensar. No podía cometer un error y Byrion tenía razón.
—Mañana busca al menos a diez pero no a cualquiera. Busca a los muchachos.
— ¿Los Peterson? —Drake asintió.
Tres hermanos dispuestos a todo, aunque no con las mejores habilidades, ya lo sabía Drake. Compartían el defecto de que su puntería no era de lo mejor, por lo demás: Peter tenía mala memoria, Ethan veía mal a la distancia y a Billy había perdido la audición de su oído derecho en un accidente de práctica de tiro del que prefería no hablar. Los defectos sobraban, pero si algo les caracterizaba era su fidelidad y la tenacidad que ponían en el trabajo.
—No quiero alguno que dude, si tendré gente a mí alrededor, quiero estar seguro que puedo confiar en ellos.
—Pero no nos fue muy bien...
—No importa. No traigas cualquier mercenario capaz de venderse al mejor postor. Quiero dormir tranquilo.
—Muy bien. Se hará como digas.
— ¿Puedes quedarte abajo esta noche? Yo estaré arriba con mi esposa y Diane.
—Claro. Cuenta con eso. —Byrion palmeó el hombro de Drake mientras ajustaba el arma en su funda.
Luego de revisar cada puerta y ventana en medio del silencio y la oscuridad de la noche, volvió a su habitación. Entornó la puerta despacio y el silencio del ambiente calmo, lo tranquilizó. Dejó el arma sobre la mesa de noche y apenas se quitó las botas y el chaleco para recostarse a su lado mientras bebía un sorbo de licor.
Volvió su rostro a ella, cuya figura envuelta apenas con la fina sábana se levantaba pausadamente con cada respirar y su trenza castaña se extendía sobre la almohada.
Debía apagar la vela para no molestar su sueño y no se atrevía. Deseaba observarla, estudiarla, memorizarla. Tomó la punta de su cabello entre sus dedos y con suavidad los acarició. Eran suaves y sedosos tal como los había imaginado tantas veces. Tragó saliva, deseoso por tenerla entre sus brazos, por quitar sus ansias y tomarla, hacerla suya y quitar de su mente aquellos pensamientos tortuosos que lo trastornaban, maldiciendo el instante en que había prometido no tocarla sin que ella lo pidiera.
Confundido por tanto, se arrepintió de las palabras que le había confesado, sintiéndose débil y expuesto ante ella. No quería que pensara que estaba a su merced pues aunque quería convencerse que todo aquello que lo sobrepasaba cuando la tenía cerca era pasión y deseo, más se convencía de lo contrario y más se parecía a ese sentimiento que tantas veces había oído nombrar y del cual había huido tantas veces: el amor.
Ella dormía ajena a la tortura que en aquel momento él sentía, que había sentido cada una de las noches desde que se habían casado. Sin dudas ella muy plácida dormía, soñaba, imaginaba y deseaba estar lejos de él. No le había conmovido ni una de sus palabras y mucho menos su corazón atrevido que sin pedir permiso había expresado tantas bobadas.