Llegué a mi apartamento y ni siquiera encendí la luz principal. Dejé que la lámpara de mi escritorio iluminara la habitación, creando largas sombras que parecían tan desordenadas como mis pensamientos. El pesado Código Civil seguía abierto sobre la mesa, pero las palabras se habían vuelto incomprensibles. Eran solo manchas negras sobre un fondo blanco. Lo único que mi mente podía leer era el nombre que había garabateado en una servilleta de "El Refugio": Patrick.
Mi vida, hasta ese momento, había sido una ecuación cuidadosamente balanceada. Cada variable estaba controlada: horas de estudio, metas profesionales, amistades predecibles. Todo encajaba. Y de repente, había aparecido él, una variable desconocida que amenazaba con desbaratar el resultado final. Era ilógico. Era imprudente. Era un hombre que dibujaba en cafés a medianoche y hablaba del "ahora" como si fuera lo único que existiera. Todo lo contrario a mí, que vivía construyendo un puente sólido hacia el "mañana".
Me pasé el resto de la noche releyendo las mismas dos páginas, absorbiendo nada. Mi cerebro, usualmente un archivo ordenado de leyes y estatutos, era ahora un caos de ojos intensos, una sonrisa ladeada y el recuerdo de una voz ronca diciendo mi nombre.
Al día siguiente, durante el examen, pagué el precio. Me senté con el bolígrafo en la mano y por primera vez en mi carrera universitaria, sentí una neblina de inseguridad. Leía las preguntas y mi mente se iba a un café, al olor del carboncillo y a la promesa de una conversación. Respondí por inercia, tirando de años de disciplina, pero me faltaba mi usual claridad, mi confianza. Salí del aula con un nudo en el estómago. La nota no sería perfecta. Y lo peor era que una parte de mí, una parte que no conocía, no parecía importarle demasiado.
Pasaron dos días. Dos días en los que mi teléfono se convirtió en una extensión de mi mano. Cada vibración era un pequeño salto en el pecho, seguido de una pequeña decepción. Un mensaje de mi grupo de estudio. Un recordatorio de Carmen. Un meme de Sofía. Nada de Patrick.
Empecé a sentirme ridícula. ¿Qué esperaba? Era un espíritu libre. Probablemente ya estaba en otra ciudad, dibujando a otra chica con cara de concentración. Intenté forzarme a volver a mi rutina, a mi plan. La graduación. París. Pero la postal de la Torre Eiffel en mi libro ahora parecía un poco menos brillante, un poco más lejana.
El tercer día, justo cuando salía de clase de Derecho Procesal, el teléfono sonó. Era un número desconocido. Contesté, intentando que mi voz sonara casual.
—¿Renata, la abogada de los libros tristes? —dijo su voz, inconfundible. La sonrisa estaba implícita en su tono.
Sentí una oleada de algo que solo podía describir como alivio. —Patrick, el artista de las interrupciones.
Se rio. —Soy culpable. Escucha, estoy cerca de la universidad. Suelta lo que sea que estés haciendo y ven a la plaza que está frente a la fuente. Te reto.
—Tengo que ir a la biblioteca, tengo un trabajo…
—El trabajo puede esperar. El sol de la tarde no. Tienes diez minutos o me voy a buscar a otra musa.
Colgó. No me dio tiempo a negarme, a razonar, a meterlo dentro de los límites de mi agenda. Era un desafío, una orden juguetona que me obligaba a elegir. Miré hacia la biblioteca, el camino de siempre, el refugio seguro. Luego miré en dirección a la plaza, un territorio desconocido.
Guardé el teléfono en mi bolso y, con el corazón latiendo a un ritmo que no reconocía como mío, empecé a caminar hacia la fuente. Por primera vez en mi vida, estaba rompiendo mis propias reglas. Y tenía un miedo terrible y a la vez, me sentía maravillosamente libre.