Antes De Ser Tu MamÁ

3.-Un Mundo sin Mapas

Renata llegó a la plaza con el pulso acelerado, como si hubiera corrido una maratón en lugar de caminar tres calles. Encontró a Patrick no esperándola impacientemente, sino completamente absorto en su cuaderno, de espaldas a la fuente, dibujando a un anciano que alimentaba a las palomas. El mundo a su alrededor parecía desvanecerse cuando él se concentraba; era una cualidad que a Renata le resultaba a la vez intimidante y fascinante.

Él sintió su presencia sin necesidad de que ella hablara. Se giró lentamente, y una sonrisa se dibujó en su rostro. —¿Ves? —dijo, como si continuaran una conversación—. El mundo está lleno de historias. Ese hombre de allí ha vivido ochenta años para poder tener esta tarde tranquila con las palomas. Tu trabajo de la biblioteca podía esperar.

Y así comenzaron sus días juntos, que nunca fueron realmente "días" en el sentido tradicional. Eran fragmentos de tiempo robados a la rutina, instantes que surgían sin aviso y se desvanecían de la misma forma. Su relación no tenía un mapa. No había llamadas diarias, ni planes para el fin de semana. Había un mensaje de texto a las diez de la noche: "¿Ves la luna? Estoy en el parque de siempre, ven a verla conmigo". O una llamada un martes por la tarde: "Tengo el auto lleno de gasolina. Conduzcamos hasta que el sol se ponga en el mar".

Para Renata, cuya vida entera era un mapa meticulosamente trazado, esto era un terremoto. Su agenda, antes un documento sagrado de horarios y deberes, se llenó de tachaduras y espacios en blanco que eran una invitación al caos de Patrick. Sus hermanas notaron el cambio.

—Andas en las nubes, Ren —le dijo Sofía un día, con una sonrisa cómplice—. Tienes un brillo distinto. —Tiene unas ojeras distintas —corrigió Carmen, sin levantar la vista de su libro—. Tus notas en el último parcial bajaron. Cuidado.

Renata ignoraba las advertencias y las observaciones. Estaba demasiado ocupada viviendo. Con Patrick, descubrió rincones de la ciudad que no sabía que existían: mercados de pulgas, cines antiguos que proyectaban películas en blanco y negro, azoteas desde donde el atardecer parecía una obra de arte.

La atracción entre ellos era una fuerza gravitacional. En la intimidad de su caótico estudio, rodeados de lienzos, botes de pintura y el olor a trementina, las defensas de Renata se desmoronaban. A él no le interesaba la futura abogada, le fascinaba la mujer que se escondía detrás. La que se reía a carcajadas, la que se sonrojaba cuando él la dibujaba, la que le hablaba de su sueño de París con una pasión que no mostraba en las aulas.

—Es que no lo entiendes —le dijo él una noche, mientras trazaba el contorno de su rostro en un papel—. No se trata de llegar a París. Se trata de disfrutar el desvío.

Una tarde de viernes, Renata estaba sumergida en la preparación de un ensayo crucial que debía entregar el lunes. Su teléfono sonó.

—Empaca un bolso de fin de semana —dijo Patrick, sin preámbulos—. Hay una cabaña en las montañas que nos está esperando. Salimos en una hora.

La mente de Renata se disparó. El ensayo. La responsabilidad. La lógica. El plan. Todo en ella gritaba "imposible". Miró la pila de libros sobre su escritorio, el símbolo de su futuro. Luego cerró los ojos y vio la sonrisa de Patrick, el símbolo de su presente.

Abrió los ojos, tomó su agenda y la cerró con un gesto suave pero definitivo.

—Estoy lista —respondió, y por primera vez, el futuro podía esperar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.