Antes De Ser Tu MamÁ

4.- La Resaca del Presente

El viaje a las montañas fue como ver mi vida a través del espejo retrovisor: mis libros, mis horarios y mis responsabilidades se hacían cada vez más pequeños hasta desaparecer por completo. Cada kilómetro que nos alejábamos de la ciudad era un nudo que se desataba en mi interior. Por primera vez, el aire que respiraba no olía a biblioteca, sino a pino y a tierra húmeda. A libertad.

La cabaña era rústica, imperfecta y la cosa más romántica que había visto en mi vida. No había planes. Nuestros días se regían por la luz del sol y nuestras noches por el crepitar del fuego en la pequeña chimenea. Caminamos por el bosque sin rumbo, nos detuvimos a beber vino barato directamente de la botella sentados junto a un arroyo y hablamos durante horas, aunque "hablar" con Patrick era una experiencia distinta.

Yo intentaba construir puentes hacia su pasado. Le preguntaba por su familia, por sus estudios, por lo que quería hacer con su vida. Él era un experto en demoler esos puentes con respuestas poéticas y evasivas.

—El pasado es un boceto que ya no puedes cambiar, Ren —me dijo una noche, mientras mirábamos un cielo tan lleno de estrellas que parecía irreal—. Y el futuro es un lienzo en blanco. Da miedo, ¿verdad? Por eso a la gente le gusta llenarlo de líneas y planes. Pero las mejores pinturas nacen de la improvisación.

En ese momento, acurrucada a su lado, con el calor del fuego en la cara y el frío de la noche en la espalda, me convencí de que tenía razón. Pensé que podía aprender a vivir así, a pintar sin boceto. Me sentí completamente enamorada de él y de la versión de mí misma que existía a su lado: una Renata valiente, espontánea, que no le temía al lienzo en blanco.

Pero el domingo por la tarde, el lienzo empezó a llenarse con las líneas de mi vieja vida. El camino de regreso fue más silencioso. Las luces de la ciudad aparecieron en el horizonte como un recordatorio de mis deberes abandonados. Patrick me dejó en la puerta de mi apartamento con un beso rápido y un "Hablamos" que sonó demasiado casual, demasiado ligero para el peso que ese fin de semana había tenido para mí.

Y luego, el silencio.

La noche del domingo fue una pesadilla de cafeína y pánico. Tecleé mi ensayo con una furia desesperada, cada palabra un reproche a mi propia imprudencia. Entregué el trabajo el lunes por la mañana sintiéndome físicamente enferma y con una nota que, lo sabía, sería mediocre. El resto del día lo pasé con el estómago hecho un nudo, mirando el teléfono. Nada. El martes, la ansiedad se convirtió en una espina de dolor y humillación.

¿Cómo podía ser? ¿Cómo podíamos pasar de una intimidad tan profunda a este silencio absoluto? Empecé a entender. Para él, nuestro fin de semana fue exactamente eso: un fin de semana. Un impulso. Una improvisación. Para mí, había sido una revelación, un punto de inflexión. Yo había puesto mi mundo en pausa por él. Él, al parecer, simplemente me había integrado en el flujo constante del suyo, y ahora ese flujo lo había llevado a otra parte.

El martes por la noche, me obligué a ir a la biblioteca. Necesitaba rodearme de orden, de silencio, de reglas. Puse mi teléfono en modo silencioso, boca abajo sobre la mesa. Se acabó, me dije. Fue una locura, un desvío, pero el mapa sigue ahí. París sigue ahí. Traté de concentrarme en mis apuntes, de encontrar de nuevo a la vieja Renata.

Entonces, la mesa vibró.

Una vibración sorda, casi imperceptible. El corazón me dio un vuelco tan violento que me dejó sin aire. Sabía, sin necesidad de mirar, que era él. Y en ese instante, odié y necesité esa vibración en igual medida.




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