El teléfono vibraba sobre la madera pulida de la mesa de la biblioteca, un punto de caos en un mar de orden. Renata lo miró como si fuera un artefacto peligroso, capaz de explotar. Su mente era un campo de batalla: la resolución de ignorarlo luchaba contra el impulso desesperado de responder. Por un momento, su disciplina, esa fuerza que había gobernado toda su vida, pareció ganar. Apartó la mirada y se concentró en su libro. Pero las letras ya no formaban palabras, solo se reordenaban para formar su nombre: Patrick.
Con un suspiro que fue una mezcla de derrota y anticipación, guardó sus cosas con una velocidad impropia de ella. Salió de la biblioteca casi corriendo, sin devolver la mirada de extrañeza que le dedicó una compañera de estudios.
Lo encontró esperándola en la misma plaza de la fuente, como si no hubieran pasado tres días de agónico silencio. No había rastro de culpa en su rostro; solo una sonrisa genuina y un brillo de emoción en sus ojos.
—Tardaste —dijo él a modo de saludo.
—Tenía cosas que hacer —respondió Renata, intentando que su voz sonara fría, distante.
Patrick pareció no notarlo. La tomó de la mano. —Olvida todo eso. Tengo algo que enseñarte.
La guio hasta su estudio. El lugar estaba más desordenado que nunca, pero en el centro de la habitación, sobre un caballete, había un lienzo cubierto con una tela. Con un gesto teatral, la retiró.
Renata se quedó sin aliento. Era su retrato, el que había empezado en las montañas. Pero era mucho más que eso. No era la estudiante seria y concentrada. Era la mujer que reía con el viento en el pelo, con una expresión de libertad pura y salvaje en los ojos. Patrick no la había pintado a ella, había pintado la versión de ella que solo él parecía capaz de ver.
Cualquier reproche que Renata hubiera preparado murió en sus labios. El enfado, la humillación de la espera… todo se disolvió frente a esa imagen. Era el perdón más elocuente que jamás le hubieran ofrecido, precisamente porque no era una disculpa. Era una celebración.
Y así se estableció el ciclo, la impredecible meteorología de su relación. Las semanas siguientes fueron una sucesión de tormentas y días soleados. Patrick desaparecía sin explicación, sumiendo a Renata en la ansiedad y la duda, solo para reaparecer de repente con una aventura irresistible o un gesto tan arrollador como el retrato. La llevaba a conciertos clandestinos, le leía poesía en azoteas al amanecer, la convencía de faltar a clases para perseguir una tormenta de verano solo para ver los relámpagos.
Su vida académica comenzó a resentirse de forma notable. Una tarde, su profesor de Derecho Romano la detuvo en el pasillo.
—Señorita Renata —dijo con amabilidad, pero con una clara preocupación en su voz—, su rendimiento ha decaído. Usted es una de mis alumnas más brillantes. No deje que nada la desvíe de su objetivo.
La advertencia resonó, pero la atracción del mundo de Patrick era más fuerte. La familia también lo notaba. Carmen, en una de sus comidas dominicales, fue directa.
—Este chico, sea quien sea, te está distrayendo. El amor no paga la matrícula, Renata.
—Me hace feliz —respondió ella, a la defensiva.
—¿Feliz o simplemente nerviosa? —replicó su hermana, con una agudeza que dio en el blanco.
Pero Renata desoía las alarmas. Estaba adicta a la intensidad. Su relación era un ciclo de ausencias dolorosas y presencias gloriosas. En la urgencia de sus reencuentros, la pasión lo consumía todo. La planificación, la precaución… eran conceptos de un mundo al que ya no sentía que pertenecía. En el torbellino de sus emociones, a menudo olvidaban que el mundo real, con sus reglas y consecuencias, seguía existiendo justo al otro lado de la puerta.