Antes De Ser Tu MamÁ

6.- Dos Líneas Rosas

Me había convertido en una experta de la autojustificación. Le decía a mi reflejo en el espejo que las ojeras eran medallas de una vida vivida con intensidad. Que mis notas, ahora apenas aprobatorias, eran el precio justo por una educación emocional que ninguna universidad podía ofrecer. Cuando Carmen me miraba con sus ojos llenos de preocupación y juicio, yo sentía una especie ofensa. Ella no lo entendía. Ella vivía en un mundo de líneas rectas y planes de pensiones; yo había aprendido a bailar en el ojo de un huracán y me sentía más viva que nunca.

Me decía a mí misma que amaba el caos. Que la incertidumbre de no saber cuándo sonaría mi teléfono era emocionante. Que la forma en que Patrick aparecía y desaparecía era parte de su encanto, la esencia de su alma libre. Me convencí de que nuestro amor era una obra de arte abstracto, y que solo la gente aburrida necesitaba paisajes realistas y predecibles.

Pero el cuerpo no entiende de metáforas. El cuerpo tiene sus propias reglas, su propia y brutal lógica.

Primero fue el cansancio. Un agotamiento profundo, pesado, que se instalaba en mis huesos y no se iba ni con diez horas de sueño. Lo achaqué a las trasnochadas, al estrés de los exámenes finales que se acercaban. Luego llegaron las náuseas matutinas, una oleada de malestar que yo, en mi ceguera, atribuía al café barato de la facultad. Estaba tan inmersa en el torbellino emocional de Patrick que ignoré por completo la revolución silenciosa que estaba ocurriendo dentro de mí.

Hasta que un día, mirando el calendario de mi escritorio, un frío helado comenzó a subir por mi espalda. Mi período no solo estaba retrasado. Estaba ausente. Conté los días una, dos, tres veces. Hice cálculos mentales, buscando excusas. El estrés. Un cambio en la dieta. Cualquier cosa. Pero los números eran tercos. Llevaba casi tres semanas de retraso.

El trayecto a la farmacia fue el más largo de mi vida. Cada persona con la que me cruzaba parecía saber mi secreto, cada mirada se sentía como una acusación. Compré la prueba de embarazo como si estuviera comprando contrabando, escondiendo la pequeña caja en el fondo de mi bolso.

En mi apartamento, el silencio era ensordecedor. Me encerré en el baño, con las manos temblando tanto que apenas pude abrir el envoltorio. Leí las instrucciones tres veces, como si fueran un complejo texto legal que no lograba interpretar. El proceso fue mecánico, irreal. Y entonces, la espera. Los dos minutos más largos de la historia del tiempo. Dos minutos en los que vi mi vida entera desfilar frente a mí: la ceremonia de graduación, el apretón de manos de mis padres, la postal de París en mi libro... todo se desvanecía en una niebla de pánico.

Cuando el tiempo pasó, giré el pequeño dispositivo de plástico.

Y allí estaban. Claras. Inequívocas. Brutales.

Dos líneas rosas.

Me deslicé por la pared hasta quedar sentada en el suelo frío del baño. El mundo se redujo a ese pequeño trozo de plástico en mi mano. El ruido del tráfico en la calle, los sonidos de mis vecinos... todo se apagó. Solo podía escuchar el latido de mi propio corazón, martilleando un ritmo de puro terror. Patrick me había enseñado a vivir sin mapas, a amar el lienzo en blanco del futuro. Pero no me había advertido que, a veces, el territorio inexplorado no es un hermoso paisaje, sino un precipicio. Y yo acababa de dar un paso al frente.




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