Los dos días que siguieron al descubrimiento fueron un limbo de silencio y negación. Renata no fue a clase. No respondió a los mensajes de sus hermanas. Su pequeño apartamento, usualmente un bastión de orden, se sumió en el caos, un fiel reflejo de su estado mental. La prueba de embarazo positiva yacía en el fondo de un cajón, oculta pero ominosamente presente, como una bomba de tiempo.
Pasó horas sentada en su sofá, mirando un punto fijo en la pared, mientras su mente representaba una y otra vez la conversación que debía tener. En algunas versiones, las más optimistas y delirantes, Patrick la abrazaba, sus miedos se disipaban ante la idea de crear algo juntos, una obra de arte definitiva. En otras, las más realistas y crueles, él simplemente se daba la vuelta y se marchaba, desapareciendo de su vida tan abruptamente como había entrado.
Finalmente, en la mañana del tercer día, una frágil resolución se apoderó de ella. No podía seguir escondida. La incertidumbre era un veneno que la estaba paralizando. Tenía que saber. Tenía que escuchar la respuesta, por devastadora que fuera.
Lo llamó. Su voz, cuando él contestó, sonó extraña, delgada, carente de la vida que él tanto decía admirar.
—Necesito verte —dijo ella, sin rodeos.
Quizás él percibió la urgencia o la gravedad en su tono, porque por primera vez no le propuso una aventura, sino que accedió a un simple encuentro. Quedaron en un pequeño parque a medio camino entre sus dos mundos, un territorio neutral para lo que se sentía como una negociación de paz o una declaración de guerra.
Cuando llegó, él ya estaba allí, sentado en un banco, dibujando las hojas de otoño que caían de los árboles. La saludó con una sonrisa que no llegó a sus ojos. El aire entre ellos era pesado, denso.
Se sentaron en silencio por un largo minuto. Fue Renata quien lo rompió.
—Patrick… —comenzó, su voz apenas un susurro—. Estoy embarazada.
Las tres palabras quedaron suspendidas en el aire frío de la tarde. La mano de Patrick, que sostenía el lápiz, se congeló. Su sonrisa se desvaneció por completo, reemplazada por una máscara de incredulidad y pánico apenas disimulado. Se pasó una mano por el pelo, un gesto nervioso que Renata nunca le había visto hacer.
—Vaya —fue todo lo que dijo al principio. Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro frente al banco. No la miraba—. Esto… esto es mucho, Renata. No me lo esperaba.
—Yo tampoco —logró decir ella, con el corazón encogido.
—Es que… tú me conoces —continuó él, sus palabras ahora salían atropelladamente, un torrente de autojustificación—. Yo no… no estoy hecho para esto. Mi vida no tiene espacio para… para algo así. Soy un desastre, Ren, siempre te lo he dicho. No puedo ser… un padre.
No preguntó cómo estaba ella. No preguntó qué pensaba hacer. No usó la palabra "nosotros" ni una sola vez. Cada frase era una pared que construía entre él y la realidad que ella le acababa de presentar.
Se detuvo frente a ella, su rostro una mezcla de lástima y una distancia ya infranqueable. —De verdad, lo siento, Renata. Pero no puedo.
Y con esa sentencia final, se dio la vuelta y se alejó. No corrió, simplemente caminó con paso rápido y decidido, como si huyera de un incendio.
Renata se quedó inmóvil en el banco, observando cómo su figura se hacía cada vez más pequeña hasta desaparecer. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y morados, un espectáculo hermoso para un momento tan desolador. Cuando la última luz del día se extinguió, ella también se puso de pie. El llanto que había estado conteniendo no llegó. En su lugar, sintió un frío glacial, una calma extraña y dura. Su primer gran batalla la había perdido, pero la guerra por su futuro y el de la vida que crecía en su interior, apenas comenzaba. Respiró hondo y, en lugar de volver a su apartamento vacío, enfiló sus pasos hacia la casa de sus padres. Necesitaba a su familia.