Cada paso hacia la casa de mis padres pesaba una tonelada. El frío que sentí en el parque al ver a Patrick marcharse se había instalado en mis huesos, pero ahora estaba mezclado con el calor del pánico. En mi mente, ensayaba las palabras una y otra vez, pero sonaban huecas, insuficientes para describir la magnitud del cataclismo que estaba a punto de desatar. ¿Cómo se le dice a tu familia que la hija perfecta, la futura abogada, la del plan impecable, lo ha tirado todo por la borda?
Me preparé para la decepción en los ojos de mi madre y la furia silenciosa de mi padre. Me armé para soportar la lógica cortante de Carmen, sus "¿Y ahora qué?" que serían como cuchillos. Mi única esperanza era el abrazo de Sofía y la mirada comprensiva de mi tío Mario. Ellos serían mis únicos salvavidas en la tormenta que yo misma había creado.
Cuando entré, el olor a la cena de Doña Bella (mi mamá) me golpeó con una normalidad casi dolorosa. Estaban todos en la sala, viendo la televisión. Una escena doméstica, pacífica, que yo estaba a punto de hacer estallar en mil pedazos.
—Hola —dije, y mi voz sonó tan frágil que todos se giraron a mirarme.
—Ren, qué pálida estás —dijo mi madre, levantándose con preocupación.
No podía soportar los preliminares. No tenía fuerzas.
—Necesito que apaguen la televisión. Tengo que decirles algo importante —logré articular.
El silencio que cayó en la habitación fue inmediato y total. Mi padre ( Guillermo) bajó el volumen hasta que solo se escuchaba el tictac del reloj de la pared. Reuní todo el aire que pude en mis pulmones y lo solté junto con las palabras que cambiarían todo.
—Estoy embarazada.
Si una bomba hubiera caído en medio de la sala, el efecto habría sido menos devastador. Vi la mano de mi madre volar hacia su boca para ahogar un grito. Vi el rostro de mi padre ensombrecerse, sus facciones endureciéndose en una máscara de ira y decepción. Vi a Sofía abrir los ojos de par en par, llenándose de lágrimas al instante. Y vi a Carmen, que simplemente cerró los ojos y asintió lentamente, como si le estuviera confirmando la peor de sus sospechas.
El primero en hablar fue mi padre. Su voz era baja, pero temblaba de una furia contenida. —¿Quién?
—Patrick —susurré.
—¿Y dónde está el tal Patrick? —continuó, levantándose del sofá.
Fue la pregunta que más temía. Tragué saliva, sintiendo cómo las lágrimas empezaban a quemarme los ojos. —Se lo dije esta tarde. Él… él no quiere saber nada. No se va a hacer cargo.
Esa fue la chispa que incendió la pradera.
—¡Insolente! ¡Irresponsable! —explotó mi padre, comenzando a caminar por la habitación—. ¡Te lo advertí! ¡Una hija mía…!
—¡Por favor, Ricardo! —le interrumpió mi madre, aunque ella también estaba llorando—. ¡Ahora no es el momento!
—¿Y entonces cuándo, eh? —intervino Carmen, su voz tan afilada como el hielo—. ¿Cuando tenga que dejar la universidad? ¿Cuando no tenga cómo mantenerse? ¿Pensaste en algo de eso, Renata? ¿O estabas demasiado ocupada viviendo tu gran romance?
Cada palabra era un golpe. Sofía se levantó y vino a mi lado, rodeándome con sus brazos en un abrazo tembloroso que fue mi único refugio. Mi hermano Mario permanecía en silencio, observándolo todo desde su sillón, su rostro indescifrable.
La habitación se llenó de un torbellino de voces: mi padre enfurecido, mi madre sollozando, Carmen lanzando preguntas prácticas y dolorosas sobre dinero y mi futuro arruinado. Me sentí pequeña, juzgada, sentenciada.
Y entonces, en medio de ese huracán de caos y decepción que giraba a mi alrededor, puse instintivamente una mano sobre mi vientre plano. En medio del ruido de sus voces discutiendo mi vida, por primera vez sentí un instinto feroz, primario y absolutamente claro: el de proteger la pequeña y silenciosa vida que había causado todo este estruendo. Ya no era solo su hija descarriada. Era su madre.