Mi nueva vida tenía la textura del papel de lija. Cada día era una rutina gris que raspaba los últimos vestigios de la persona que yo solía ser. Despertaba en mi cama de la infancia, con el fantasma de mis sueños de adolescente mirándome desde los pósteres en la pared. Iba a un trabajo de oficina que mi hermano Mario me había conseguido, un lugar de archivos, fotocopias y un silencio monótono que me daba demasiado tiempo para pensar. Mi mente, acostumbrada a debatir complejos principios legales, ahora se dedicaba a archivar facturas en orden alfabético.
Vivir en casa de nuevo era como encogerse para caber en un vestido que ya no te servía. Mi madre me trataba con una delicadeza asfixiante, vigilando cada bocado que comía y preguntándome constantemente cómo me sentía. Mi padre, por otro lado, se había vuelto un experto en la invisibilidad. Compartíamos el mismo techo, pero podíamos pasar días sin cruzar una palabra. Su decepción era una presencia física en cada habitación. Solo Sofía se atrevía a entrar en mi cuarto por las noches, a sentarse en mi cama y preguntarme, no por el bebé, sino por mí. Sus visitas eran el único momento en que me sentía como Renata y no como "el problema".
El día más difícil fue cuando tuve que ir a la universidad para firmar la suspensión de mis estudios. Caminar por esos pasillos, que hasta hacía unas semanas eran mi segundo hogar, fue una tortura. Vi a mis compañeros, a mis amigos, hablando de exámenes, de futuros proyectos, de la vida que se suponía que debía ser la mía. Me sentí como un fantasma. Al entregar los papeles en la secretaría, sentí que no estaba firmando un documento, sino el certificado de defunción de mi sueño.
Pero fue Carmen, en su pragmatismo sin adornos, quien me llevó al momento que lo cambió todo. Me acompañó a mi primera cita con el ginecólogo. Yo estaba allí por pura obligación, sintiéndome desconectada de todo, como si mi cuerpo fuera un expediente que otros estaban gestionando. Me acosté en la camilla, sentí el gel frío sobre mi vientre y miré al techo, ausente.
El médico movía el transductor, y la pantalla mostraba imágenes borrosas en blanco y negro que para mí no tenían ningún sentido.
—Todo parece normal —decía el doctor, su voz un murmullo lejano—. Y ahora… escuchemos.
Y entonces, un sonido llenó la pequeña habitación. Un sonido rápido, rítmico, galopante. Un tuc-tuc-tuc-tuc fuerte y persistente.
No era mi corazón. Era más rápido, más urgente.
—Ese es el latido de su bebé —dijo el médico, sonriendo.
En ese instante, el mundo se detuvo. Las voces de mis padres, las miradas de juicio, la sombra de Patrick, el dolor por mi carrera perdida… todo se desvaneció. Solo existía ese sonido. El sonido de una vida que no era la mía. Una vida que dependía de mí. Por primera vez, las dos líneas rosas de la prueba de embarazo no significaban un final, sino un comienzo. Lloré. Lloré por todo lo que había perdido, pero también por la abrumadora y aterradora belleza de lo que acababa de encontrar.
Esa noche, al volver a mi cuarto, saqué la postal de la Torre Eiffel que aún usaba como marcapáginas. La miré por un largo rato y, sin dudarlo, la guardé en el fondo de mi cajón de recuerdos. El mapa había cambiado. Mi nuevo mundo ya no era una ciudad de luces al otro lado del océano; era un pequeño y rápido latido en la oscuridad.