Los meses pasaron, y con ellos, el secreto de Renata se hizo visible. El cansancio y las náuseas del primer trimestre dieron paso a una nueva realidad física. Su vientre, antes plano, se redondeó con una curva suave primero, y luego prominente, una declaración pública de la vida que crecía en su interior. Ya no era un concepto abstracto ni un latido en una ecografía; era una presencia innegable.
Este cambio transformó su interacción con el mundo. En el trabajo, sus colegas la trataban con una amabilidad cautelosa, una mezcla de compasión y distancia. Le sostenían las puertas, le ofrecían sus asientos, pero las conversaciones se detenían bruscamente cuando ella se acercaba. Su embarazo era un elefante en la habitación que todos veían, pero del que nadie se atrevía a hablar. En la calle, sentía las miradas de los extraños, algunas curiosas, otras cargadas de juicio. Su cuerpo había dejado de ser exclusivamente suyo para convertirse en objeto de escrutinio público.
En casa, la dinámica familiar también se adaptaba a esta nueva forma de lo inevitable. La madre de Renata canalizó toda su ansiedad y preocupación en una febril actividad preparatoria. La casa se llenó de ovillos de lana y el sonido constante de las agujas de tejer, produciendo un ajuar de patucos, gorros y mantas. El antiguo cuarto de costura se estaba vaciando para convertirse en el cuarto del bebé, una concesión tácita de que el futuro, por inesperado que fuera, ya estaba aquí.
El padre de Renata mantenía su distancia verbal, pero su oposición se había erosionado hasta convertirse en una resignación silenciosa. Un sábado por la tarde, Renata lo vio desde la puerta del futuro cuarto del bebé, ayudando a Mario a ensamblar las piezas de una cuna de madera. No dijo nada, su rostro concentrado en los tornillos y las instrucciones, pero ese simple acto de construcción fue más elocuente que cualquier palabra de perdón. Estaba construyendo un lugar para su nieto.
Carmen, por su parte, había creado una carpeta con el rótulo "BEBÉ", llena de hojas de cálculo con presupuestos, comparativas de pañales y listas de pediatras. Su apoyo seguía siendo logístico, no emocional, pero su eficiencia se había convertido en un pilar fundamental para la estabilidad de Renata. Sofía, en cambio, era todo corazón. Le leía poemas a la barriga de Renata y le traía antojos a horas intempestivas, celebrando cada etapa del embarazo como un milagro.
Fue con Sofía a su lado que ocurrió el verdadero milagro. Una tarde, mientras descansaba en el sofá después del trabajo, Renata sintió un movimiento extraño, un aleteo interno, como una burbuja que estalla. Se quedó sin aliento y se llevó una mano al vientre.
—¿Qué pasa? —preguntó Sofía, alarmada.
Renata no respondió, sus ojos fijos en un punto lejano. Entonces lo sintió de nuevo, esta vez un golpecito más definido, inconfundible. Una sonrisa lenta, genuina y llena de asombro se extendió por su rostro por primera vez en meses.
—Se ha movido —susurró—. Acabo de sentirlo.
Esa noche, de pie frente al espejo de su habitación, Renata ya no vio su cuerpo como algo ajeno, deformado por las circunstancias. Vio el contorno de una promesa, la evidencia de una compañía constante. Acarició su vientre, no con melancolía por la figura que había perdido, sino con un poderoso y protector instinto. Ya no era la chica a la que la vida le había pasado por encima. Era el refugio, el mundo entero, para alguien que pronto iba a conocer.
Nota de Autor: (Renata está pasando de una fortaleza puramente intelectual, basada en planes y logros (sus libros, su carrera), a descubrir una fuerza mucho más visceral y poderosa: la del instinto, el sacrificio y el amor incondicional. Poco a poco, el mundo que perdió se está viendo reemplazado por uno nuevo que, aunque no lo eligió, está empezando a abrazar con una madurez que ni ella sabía que tenía. Es una evolución muy bonita y real.