La recta final de mi embarazo fue una lección de humildad física. Dormir se convirtió en una operación logística que involucraba una barricada de almohadas y aun así, rara vez duraba más de dos horas seguidas. Atarme los cordones de los zapatos era una hazaña digna de una medalla olímpica. Mi cuerpo, que siempre había sido un vehículo eficiente a mis órdenes, ahora se sentía como un navío pesado y torpe que apenas podía maniobrar. A veces, sentía que tenía un pequeño futbolista dentro, entrenando para la final de un mundial justo debajo de mis costillas. Cada patada fuerte era un recordatorio incómodo y, a la vez, maravilloso de la vida que me desbordaba.
Mis miedos, antes abstractos y centrados en el futuro, ahora eran muy concretos y se enfocaban en un único evento: el parto. Por las noches, cuando el insomnio ganaba la batalla, mi mente se llenaba de preguntas aterradoras. ¿Sería capaz de soportar el dolor? ¿Y si algo salía mal? ¿Cómo se supone que una sabe cuidar a un ser humano tan pequeño y frágil?
Fue Sofía, por supuesto, quien decidió que necesitaba una distracción y organizó un baby shower. Mi primera reacción fue negarme. La idea de ser el centro de atención, de sentarme en una silla mientras todos me miraban la barriga y me daban consejos no solicitados, me parecía una pesadilla. Pero mi hermana puede ser muy persuasiva.
La fiesta fue exactamente tan abrumadora como la había imaginado. La sala se llenó de tías, primas y amigas de mi madre. Recibí una montaña de regalos prácticos y escuché un centenar de historias de partos, a cada cual más terrorífica. Sonreía y daba las gracias, mientras por dentro me sentía como una impostora. Todas esas mujeres parecían tener un instinto natural para la maternidad del que yo sentía que carecía por completo.
Vi a Carmen, con su inseparable cuaderno, dirigiendo la entrega de regalos como si fuera un evento corporativo. Vi a mi madre, con los ojos brillantes de emoción, mostrándole a todo el mundo los patucos que había tejido. Vi a mi hermano Mario, contando chistes para aligerar el ambiente. Y entonces, vi a mi padre. Se había mantenido en un segundo plano toda la tarde, pero en un momento se acercó a mí. Llevaba en sus manos un pequeño paquete.
—Esto… era mi favorito para leértelo a ti —dijo, su voz un poco ronca. Era un libro infantil, el mismo que recordaba de mi niñez. Me miró a los ojos, y por primera vez desde que le di la noticia, vi algo más que decepción. Vi afecto. —Serás una buena madre, Renata.
Esa noche, sentada sola en la habitación del bebé, rodeada de torres de pañales, ropa diminuta y juguetes, volví a llorar. Pero esta vez, las lágrimas no eran de tristeza ni de miedo. Eran de gratitud. Coloqué el libro que me dio mi padre en la pequeña estantería junto a la cuna.
Acaricié mi vientre, sintiendo el movimiento vigoroso de mi hija.
—Ya ves —le susurré a la oscuridad—. No estamos tan solos como pensaba. No sé muy bien lo que estoy haciendo, pero te prometo que voy a aprender. Estamos juntos en esto.
Una paz extraña se instaló en mi corazón. El silencio de la larga espera estaba a punto de romperse. Y yo, contra todo pronóstico, estaba lista.