Antes De Ser Tu MamÁ

13.- El Día que Nació el Mundo

La noche comenzó como cualquier otra en el último mes de su embarazo: con la incomodidad como compañera constante. Renata se giró en la cama por enésima vez, intentando encontrar una posición que aliviara la persistente molestia en su espalda baja. Al principio, la descartó como una más de las penalidades del tercer trimestre. Pero luego, una hora después, la molestia se agudizó, se contrajo en una ola de presión intensa que la dejó sin aliento, y luego se retiró. Veinte minutos después, regresó.

Era el momento. La calma con la que había soñado enfrentar el parto se evaporó, reemplazada por una sacudida de adrenalina y pánico. Se levantó y fue a la habitación de sus padres.

—Mamá —dijo en voz baja, y su madre despertó al instante, como si hubiera estado esperando esa llamada durante semanas—. Creo que ya es hora.

Lo que siguió fue un torbellino de actividad controlada. Mientras su madre la ayudaba a vestirse con una calma que Renata sabía que era impostada, Carmen, despertada por el movimiento, ya estaba en el pasillo con el bolso del hospital en una mano y el teléfono en la otra, cronometrando las contracciones. Sofía apareció con una taza de té que las manos de Renata temblaban demasiado para sostener, susurrando palabras de ánimo. Su padre permanecía en el umbral de la puerta, su rostro pálido y sus ojos llenos de una ansiedad impotente. La familia, que meses atrás se había fracturado por la noticia, ahora funcionaba como un equipo unido por un único propósito.

Las siguientes horas en el hospital se convirtieron en un mar borroso de dolor y agotamiento. El mundo de Renata se encogió a las cuatro paredes de la sala de partos, al pitido rítmico de los monitores y a las caras de su madre y Sofía, quienes se negaron a dejar su lado. Su madre le ponía paños fríos en la frente y le hablaba con la sabiduría de quien ya ha cruzado ese mismo umbral. Sofía le sostenía la mano, absorbiendo sus apretones de dolor sin quejarse, susurrándole que era la mujer más fuerte que conocía.

Hubo momentos en que Renata sintió que no podía más, que su cuerpo se rendía. Pero entonces, la voz de la enfermera o de su madre la traía de vuelta al presente, al trabajo que solo ella podía hacer. Era una prueba de resistencia primordial, una maratón de dolor que la despojó de todo menos de su fuerza más básica.

Y entonces, después de una eternidad contenida en una noche, llegó el momento final. Con un último esfuerzo que pareció sacar toda la fuerza de su alma, empujó. El mundo se silenció por un instante, y luego, ese silencio se rompió por el sonido más milagroso y ensordecedor que Renata había escuchado jamás: el llanto agudo y lleno de vida de su bebé.

Las lágrimas rodaron por las mejillas de Renata, de su madre y de Sofía. Todo el dolor, el miedo y el sacrificio de los últimos nueve meses se disolvieron en esa explosión de sonido. Unos momentos después, la enfermera le colocó sobre el pecho un pequeño bulto envuelto en una manta.

Renata bajó la vista. Vio una cara diminuta y arrugada, ojos cerrados con fuerza y una boca abierta en una protesta al mundo. Era perfecta. Extendió un dedo tembloroso y rozó la mejilla suave y húmeda. En ese toque, una ola de amor tan abrumadora y feroz la inundó, un amor que reordenó su universo y le dio un nuevo centro de gravedad. Ya no había rastro de Patrick, ni de la carrera perdida, ni de la vergüenza. Solo existía esa pequeña vida en sus brazos.

—¿Tiene un nombre? —preguntó la enfermera con suavidad.

Renata miró el rostro de su hija y la respuesta que había guardado en su corazón durante meses salió sin dudarlo.

—Amanda —dijo, su voz quebrada por la emoción. Digna de ser amada.

Más tarde, cuando la familia entró a la habitación, el padre de Renata fue el último en acercarse. Miró a la pequeña bebé acunada en los brazos de su hija, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Extendió una mano y, con una ternura infinita, le acarició la cabeza. En ese gesto, todas las heridas del pasado quedaron cerradas.

Ese día, en esa habitación de hospital, no solo había nacido Amanda. También había nacido, de entre las cenizas de sus viejos sueños, Renata, la madre.




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