El mundo, después del parto, se volvió silencioso y suave. El dolor agudo fue reemplazado por un profundo agotamiento y una sensación de irrealidad, como si estuviera flotando. Todo mi universo se había contraído hasta caber en el pequeño bulto cálido que descansaba sobre mi pecho. Eras tú. Amanda.
Pasé esa primera noche en vela, no por incomodidad, sino por pura fascinación. Trazaba con el dedo la curva de tu pequeña nariz, contaba una y otra vez los dedos perfectos de tus manos, que se aferraban a mi meñique con una fuerza sorprendente. Olías a promesa, a algo completamente nuevo. El huracán había pasado, y en el centro de la calma estabas tú.
Los días en el hospital fueron un borrador de aprendizaje. Las enfermeras me enseñaban a cambiarte el pañal, a darte el pecho, a interpretar los matices de tu llanto. Cada tarea, por pequeña que fuera, me parecía de una responsabilidad monumental. Me sentía torpe, novata, aterrorizada por la idea de hacer algo mal. Pero mi madre estaba ahí, a mi lado, guiándome con una paciencia que yo nunca le había conocido, sus manos expertas sobre las mías.
Mi familia desfiló por la habitación con los ojos llenos de una alegría reverente. Sofía te miraba como si fueras una obra de arte. Incluso Carmen, mi pragmática Carmen, te sostuvo en brazos con una ternura que le resquebrajó su armadura. Y mi padre... cuando mi padre te tomó en sus brazos, vi cómo se derretían los últimos témpanos de hielo que quedaban entre nosotros. El perdón no se dijo con palabras; se manifestó en la forma en que acunó a su nieta.
El viaje a casa fue el trayecto más estresante de mi vida. Cada frenazo, cada bache en el camino, me provocaba un respingo. Al cruzar el umbral de la casa de mis padres, con Amanda en mis brazos, sentí el peso real de la situación. Ya no había un batallón de enfermeras al otro lado del timbre. Ahora, la responsabilidad era enteramente mía.
La primera noche en casa fue la verdadera prueba. La casa estaba en silencio, todos dormían. Pero yo no podía. Estaba sentada en la mecedora que Mario había puesto en mi antigua habitación, ahora transformada con una cuna en la esquina. La única luz era la de una pequeña lámpara, y el único sonido, tu suave respiración.
El pánico amenazó con volver. Era demasiado. ¿Cómo iba a hacerlo sola? ¿Cómo iba a darte todo lo que necesitabas? Miré tu rostro, tan tranquilo y confiado en mis brazos, y la respuesta llegó de forma clara y sencilla. No sabía cómo, pero sabía que lo haría. Lo encontraría en mí.
En algún momento de esa larga noche, el recuerdo de Patrick cruzó mi mente. Fue un pensamiento fugaz, desprovisto de ira o de anhelo. Solo una constatación silenciosa. Él se había ido buscando su libertad, sin entender que la verdadera libertad no es la ausencia de lazos, sino la elección consciente de a qué te quieres anclar.
Y yo te elegía a ti. Mirándote dormir, entendí que todos mis antiguos mapas estaban obsoletos. Mi viaje ya no era a París. Mi viaje eras tú. El peso de ese nuevo mundo en mis brazos era inmenso, sí, pero por primera vez en mi vida, sentí que mis pies estaban firmemente plantados en la tierra