Los primeros años de la vida de Amanda se tejieron con hilos de un agotamiento feroz, un amor infinito y una rutina implacable. Para el mundo exterior, Renata era una madre soltera que "salía adelante". Pero la realidad se vivía en los detalles invisibles: en las noches fragmentadas en segmentos de dos horas, en el ritual de calentar biberones en la penumbra de la cocina a las 3 de la mañana, en el olor a leche y talco que se impregnaba en toda su ropa.
Su vida se convirtió en un ejercicio de malabarismo constante. Por la mañana, era la profesional eficiente en el trabajo que su hermano Mario le había conseguido, con la mente dividida entre las hojas de cálculo y la preocupación por si Amanda estaría comiendo bien en la guardería. Su hora de almuerzo a menudo se reducía a una llamada rápida para comprobar que todo estaba en orden. Exactamente a las cinco de la tarde, se transformaba en una corredora de velocidad, corriendo para llegar a tiempo a recoger a su hija, cuyo abrazo era el único antídoto contra el cansancio del día.
Amanda se convirtió en el sol alrededor del cual orbitaba toda la familia. Su primera sonrisa borró semanas de noches en vela del rostro de Renata. Sus primeros pasos, tambaleantes y decididos a través de la sala, fueron aplaudidos como la mayor de las hazañas. La primera vez que dijo "mamá", el corazón de Renata se reconstruyó de una manera que ni la mejor carrera profesional podría haber logrado.
Incluso las crisis servían para unir. La primera vez que Amanda tuvo fiebre alta, el pánico se apoderó de Renata. Fue su padre quien, sin decir una palabra, la tomó a ella y a la bebé en brazos, las metió en el coche y condujo al hospital, esperando toda la noche en la sala de emergencias hasta que el peligro pasó. Las viejas heridas sanaban en el crisol de la preocupación compartida por esa nueva vida.
En medio de esa rutina, el mundo romántico de Renata simplemente dejó de existir. Un compañero de trabajo, con buenas intenciones, la invitó a cenar una vez. Renata lo consideró por un momento, pero la simple logística de encontrar una niñera, sumada a la perspectiva de pasar una velada entera queriendo solo estar en casa para darle el beso de buenas noches a su hija, hizo que la idea pareciera absurda. Su corazón y su energía estaban completamente invertidos en un único ser humano. No había espacio para nada más.
Hubo un día, cuando Amanda tenía cerca de dos años, en que el pragmatismo de Carmen la llevó a sentarse con Renata y un abogado. Hablaron de manutención, de localizar a Patrick. Pero después de una breve investigación, quedó claro que él era un fantasma, sin dirección fija ni trabajo estable. Rastrearlo sería una batalla larga y dolorosa.
—Déjalo —dijo Renata, cerrando la carpeta sobre la mesa—. No lo necesitamos. Podemos solas.
Esa decisión fue su declaración final de independencia. No del mundo, sino de su propio pasado.
Una tarde de domingo, mientras Amanda, ya con tres años, correteaba por el jardín persiguiendo mariposas, Renata la observaba desde la terraza. El cansancio seguía ahí, una sombra permanente bajo sus ojos. Los sueños de París y de un tribunal de justicia eran ecos lejanos de la vida de otra persona. Pero al ver la risa de su hija, al escuchar su nombre gritado con alegría, Renata comprendió que su mundo no se había encogido. Al contrario, se había expandido hasta contener un universo entero en el pequeño cuerpo de esa niña. Había perdido sus planes, pero había encontrado su propósito