Antes De Ser Tu MamÁ

18.-El Idioma de una Puerta Cerrada

Para mí, la fiesta de quince años de Amanda era mucho más que una simple fiesta. Era un símbolo. Era la culminación de quince años de lucha silenciosa, la prueba tangible de que, a pesar de todo, lo había logrado. Yo no tuve una transición a la adultez; tuve una caída libre. Quería que la de Amanda fuera un cuento de hadas. Quería verla en un vestido de princesa, no porque quisiera imponerle un ideal, sino porque a mis ojos, ella siempre había sido la reina de mi pequeño y caótico reino. La fiesta era mi manera de decirle a ella y al mundo: "Miren a esta chica increíble. A pesar de empezar con todo en contra, hemos triunfado".

Con esa idea metida en el corazón, me sumergí de lleno en los preparativos. Buscaba salones, comparaba menús, imaginaba las flores y la música. Estaba tan envuelta en mi propia ilusión que no supe leer las señales. Cuando intentaba hablarle de mis planes, Amanda respondía con monosílabos, sin levantar la vista de sus mangas. Si le enseñaba una foto de un peinado, ella se encogía de hombros y se ponía los auriculares.

Yo interpretaba su actitud como la típica apatía adolescente. "Ya se le pasará", me decía a mí misma. "Cuando vea el vestido, cuando escuche la música, se emocionará". Estaba completamente ciega, sorda a la rebelión silenciosa que se estaba gestando tras la puerta cerrada de su habitación.

El choque frontal era inevitable. Llegó una tarde de martes, cuando volví a casa con varios catálogos de vestidos de quinceañera bajo el brazo. Estaba eufórica.

—¡Amanda, ven a ver esto! —la llamé, extendiendo las revistas sobre la mesa del comedor. Eran un mar de tul, pedrería y colores pastel—. ¡Mira este, parece sacado de un sueño!

Amanda se acercó con lentitud. Miró las páginas con una expresión que pasó del desinterés al asco en cuestión de segundos.

—No voy a usar eso —dijo, su voz plana y fría.

—Pero, cariño, son preciosos… —empecé a decir.

—Son ridículos —me cortó, su voz subiendo de volumen—. ¡No soy una de tus muñecas! ¡Parecen merengues gigantes! ¡Odio los vestidos, odio el vals y odio la idea de una fiesta estúpida!

Sus palabras me golpearon con la fuerza de una bofetada. Me quedé helada, con el catálogo en la mano.

—Pero… yo solo quiero que tengas un día perfecto —susurré, sintiendo un nudo en la garganta.

—¡Perfecto para ti! —gritó, y vi lágrimas de frustración en sus ojos—. ¡Nunca me has preguntado qué es lo que yo quiero!

Se dio la vuelta y corrió a su habitación, cerrando la puerta con un portazo que hizo temblar las paredes de la casa y de mi corazón.

Me quedé sola en el comedor, rodeada de imágenes de chicas sonrientes con vestidos de princesa. Me sentía herida, confundida y terriblemente ingrata. ¿No entendía todo lo que había hecho por ella? ¿No veía que esto era mi regalo, mi mayor ofrenda de amor? Esa noche, de pie frente a la barrera de madera de su puerta, escuchando la música extraña que se filtraba por debajo, comprendí que la niña a la que había dedicado cada segundo de mi vida se había convertido en una extraña. Durante quince años, mi único mapa había sido ella. Y por primera vez, me sentía completamente perdida, sin saber qué dirección tomar.




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