Antes De Ser Tu MamÁ

20.-Mi Reflejo en sus Ojos

Desde la puerta de la cocina, observaba el jardín. No había rastro de tules ni de valses. En su lugar, mi patio trasero se había transformado en un universo vibrante y caótico. Había un puesto de ramen humeante, otro de takoyaki, y de los altavoces no salía música pop, sino las bandas sonoras de sus animes favoritos. Y por todas partes, adolescentes vestidos con los disfraces más creativos y espectaculares que había visto nunca. En el centro de todo, mi hermano Mario, con un ridículo sombrero de juez, intentaba decidir el ganador del concurso de cosplay. Era ruidoso, era extraño y era absolutamente perfecto. Era la "Amanda-Con".

Apoyada en el marco de la puerta, mi mente se deslizó hacia atrás, como una película proyectada en cámara rápida. Me vi a mí misma, una chica aterrorizada sentada en el suelo de un baño, sosteniendo dos líneas rosas que parecían el fin del mundo. Vi a la joven madre torpe y agotada, meciéndote en la oscuridad de la noche, muerta de miedo por no ser suficiente.

Pensé en los años de trabajo monótono, en cada factura que archivé, en cada presupuesto que estiré hasta el límite. Pensé en el título de abogada guardado en un cajón, en la postal de París que nunca usé. Durante mucho tiempo, vi esas cosas como sacrificios, como las piezas perdidas de mi propio puzle.

Pero hoy, viendo la felicidad pura en el rostro de mi hija, entendí que no eran pérdidas. Eran inversiones. Cada noche en vela, cada sueño pospuesto, había sido un ladrillo para construir esto: su libertad. La libertad de ser exactamente quien ella quería ser, sin disculpas.

Un pensamiento fugaz sobre Patrick cruzó mi mente. No hubo dolor ni rencor. Solo una extraña y serena gratitud por su ausencia. Su huida me obligó a encontrar una fuerza que no sabía que poseía y nos rodeó de un ejército de amor incondicional: mis hermanas, mis padres y, sobre todo, Mario. Amanda no había crecido con la sombra de un padre ausente; había florecido bajo el sol de una familia que la adoraba.

Entonces, la vi caminar hacia mí, abriéndose paso entre un samurái y una chica con orejas de gato. No llevaba un vestido de princesa, sino un impresionante traje de guerrera de una de sus series, un traje que había diseñado y cosido ella misma con ayuda de Sofía. Su pelo estaba teñido de un azul vibrante y en su rostro no había una pizca de la niña insegura que yo a veces temía que fuera, sino la confianza de una líder, de una creadora de mundos.

—Gracias, mamá —dijo, su voz clara por encima de la música—. Por todo. Es la mejor fiesta del universo.

La abracé con todas mis fuerzas, hundiendo mi rostro en su hombro. —Tú eres el mejor universo, Amanda.

Nos quedamos así un instante, y en ese abrazo cupieron quince años de batallas, miedos, risas y un amor que era más grande que cualquier sueño perdido.

Cuando se separó, me sonrió y corrió de vuelta con sus amigos. Me quedé mirándola, el corazón rebosante. Vi mi propia resiliencia en su postura, pero vi en sus ojos una chispa de audacia que era enteramente suya. Comprendí que mi viaje más importante no había sido a una ciudad lejana, ni a un prestigioso tribunal. Mi viaje más importante había sido simplemente llegar hasta este día, a este jardín, para ver a mi hija, mi Amanda, reinar feliz en un mundo que ella misma había creado. Y ese, sin duda, era un destino mucho mejor que París.




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