Me encuentro haciendo fila para poder comprar mi ticket para el próximo viaje, dirigido a Richmond, en unos 10 minutos.
Mi estadía allá no será extensa, en realidad será de una noche nada más, no es mucho lo que hare allí. Solo será juntarme con un gran inversionista que está dispuesto a sustentar los gastos durante 3 meses a cambio del 40% de las ganancias de acá a un año. No es la mejor de las ofertas, sin embargo, es la que más me conviene.
Luego de unos minutos más ya tengo mi ticket agarro mi maleta y me dirijo a un asiento libre; para aminorar el tiempo de espera, veo a las personas que pasan.
Parejas alegres de tenerse el uno al otro, madres con bebes dándoles de comer mientras su pareja compra los boletos, niños menores a diez años corriendo de aquí para allá, y me pongo a pensar.
¿Qué estaré haciendo mal para no tener una persona así a mi lado?
Mis padres murieron cuando yo solo tenía once años de edad, soy hija única y mi única familia viva por parte de mi madre es mi tía, Beatriz, que está muy enferma para visitarme, y yo muy ocupada para ir a visitarla.
El resto de parte de mi padre son mis tíos y primos, pero ellos se encuentran demasiados alejados de donde vivo, además, si no es la distancia, es el vínculo que tenemos desde que murieron mis padres.
Mis tíos me acusan de la muerte de ellos, siendo que yo no soy la culpable, y mis primos son demasiados pequeños para entender lo que pasa en el mundo real.
En cambio, están mis amigos. Amigos no sería el termino correcto para darles, sería más como socios de negocios.
Amelia, la conozco desde hace 5 años, es una egoísta, que se cree más que todos, no importa la situación ella será mejor, aunque así no lo sea.
Adrián, es la persona más arrogante que he conocido en mi vida. Trata con desprecio a toda persona con la que se cruza, y aunque a Amelia y mí no nos ha tratado así en frente de nosotras, no me asombraría que lo haga a nuestras espaldas.
Pero a pesar de que sus personalidades sean así debo admitir que son excelentes cuando de trabajo se trata. Amelia es estupenda con el tema de las acciones y negociaciones; Adrián con los números y presupuestos; en cambio yo lo soy con la mano de obra y el dirigir a una multitud de más de cincuenta personas. No es por presumir, pero soy buena en eso.
No obstante, eso no me sirve cuando necesito un hombro para llorar o me siento tan frustrada que lo único que necesito es divertirme un rato. No me acuerdo la última que sonreí y como extraño hacerlo, pero desde la muerte de mis padres no encuentro motivo para lograrlo.
El sonido intenso y repetitivo de la campana del tren, que antes no estaba, anuncia que ya se puede subir a los vagones.
Saco el boleto de mí estrecha cartera, en donde previamente lo había guardado, para fijarme cual es mí lugar en esta travesía de dos días.
Vagón: 4
Cubículo: 10
Asiento: 42
Eso es lo que indica el ticket que recibí a la entrada.
Una vez que encuentro el vagón correspondiente, camino por un extenso pasillo en donde de un lado hay unas ventanas de esas que no se pueden abrir, pero si mirar para afuera, con unas cortinas de color beige, muy claro pero efectivo a la hora de tapar el sol intenso por las mañanas. La madera que se encuentra en las paredes, en el piso y el techo si no me equivoco, es de caoba recubierta de un componente que evita que se dañe.
Luego de un rato viendo la parte de arriba de los marcos de las puertas que es en donde se ubican las numeraciones encuentro el mío.
Cubículo 10
Puestos 41, 42, 43 y 44
Al entrar coloco la maleta en la estantería arriba de los asientos con un poco de dificultad por el peso, y una vez ubicada tomo asiento al lado de la ventana para apreciar el paisaje.
Con el pasar de las horas el atardecer se va acercando y la distancia que me separa de mi destino se vuelve mínima.
En la ante última parada antes de Richmond, mi parada, un hombre vestido elegantemente paso por el pasillo tras la puerta del cubículo, pero antes echa un vistazo en mi dirección, haciendo que cruce con mi mirada.
El vistazo que hizo en mi dirección a pesar que ha sido breve, me será difícil de olvidar.
Con una sensación un poco rara en mi vientre devuelvo mi atención hacia la ventana apreciando el hermoso atardecer que se desarrolla afuera.
Unos pocos minutos más tarde un sonido proveniente de mi lado izquierdo, ocasionado por un suave golpe de nudillos sobre el vidrio, más específicamente de la puerta, vuelve a desconcentrarme haciendo que voltee a ver de quien se trata.
La persona que golpeo el vidrio es la misma que camino por el pasillo cruzando con mi mirada.
Mueve su mano haciendo una seña como pidiendo permiso para entrar, le respondo que si con un leve asentamiento de cabeza.
Una vez dentro, el pequeño espacio, que antes se encontraba en silencio, ahora que está siendo ocupado por la voz de Él Hombre de la Mirada.