Antes del siempre

Capítulo 1 — El primer día

La campana de la preparatoria Clemente Fernández sonó como si alguien hubiera golpeado una campana dentro del pecho de Luna Serrano. El pasillo principal olía a marcadores nuevos y a los restos de colonia que los de último año se echaban como si fueran armaduras. Los casilleros se abrían y cerraban con un eco metálico que subía por las paredes color crema. Sobre su cabeza, los fluorescentes zumbaban con ese sonido finito que anuncia que la vida cotidiana ha vuelto a empezar.

Luna caminaba un poco más despacio que el resto, sujetando la correa de su mochila con ambas manos, como quien se asegura de no soltarse de sí misma. “Respira”, se dijo. Había cambiado de escuela a mitad de ciclo por la mudanza de su mamá al apartamento de la calle Magnolia. Nueva ruta de guaguas, nuevas caras, nueva ella si lograba inventarse.

Se detuvo frente a su casillero: 214-B. Lo abrió. Dentro, el espejo ovalado que había pegado con cinta asomaba su borde plateado; en él, una Luna de ojos grandes y curiosos la miró de vuelta. No era la chica que llamaba la atención al entrar, pero tenía una presencia silenciosa que hacía que la gente, a veces, se preguntara en qué estaba pensando.

Sacó una libreta con tapas azules. En la primera página, arriba, había escrito: Antes del Siempre. No sabía todavía por qué ese título, pero le gustaba imaginar que todo lo importante comenzaba con un borrador. Atrás, había pegado una lista de “Reglas para sobrevivir” que había escrito la noche anterior:

1. Ser amable contigo misma.

2. No correr para encajar; camina a tu ritmo.

3. Si te pierdes, escribe.

4. Si te encuentras, también.

—¿214-B? —preguntó una voz a su lado.

Luna giró la cabeza. Una chica de cabello rizado, con lentes en forma de corazón y una sudadera color mostaza, inspeccionaba el número sobre el metal.

—Sí —respondió—. ¿Tú eres…?

—Nadia. 214-A —dijo la chica, sonriendo con la naturalidad de quien hace amigos mientras respira—. Soy pésima para abrir candados, así que si algún día me ves llorando frente al mío, finge que no viste nada o tráeme una horquilla. Ambas opciones son válidas.

Luna rió, sintiendo cómo la tensión se le deshacía en los hombros.

—Soy Luna.

—Hermoso nombre. ¿Nueva?

—Sí.

—Entonces, bienvenida a Campo de Batalla 101 —anunció Nadia, señalando el pasillo—. Matemáticas al fondo, literatura a la izquierda, y rumores viajando más rápido que el Wi-Fi. ¿Cuál es tu primera clase?

—Historia, con la profesora Montoya.

—La mítica. Te va a gustar. Enseña como si la vida dependiera de entender por qué la gente hace lo que hace. Ven, vamos juntas.

Caminaron entre grupos que se arremolinaban alrededor de casilleros. Luna notó que algunos rostros se repetían en murales de actividades: música, debate, atletismo. Un tablón de anuncios mostraba carteles del club de cine y del voluntariado en la biblioteca pública. Se prometió pasar luego. Si te pierdes, escribe. Quizá también filma, corre, lee.

Entonces lo vio.

No fue que el mundo se detuviera ni que los colores se volvieran más nítidos, pero hubo un pequeño desorden en su respiración, una especie de tropiezo invisible. Un chico, apoyado de espalda en los casilleros, con una guitarra dentro de su estuche negro en el piso. Llevaba el pelo oscuro, cortado sin pretensiones, y una camiseta que decía “Todo empieza con una nota”. Reía por algo que le había dicho el amigo a su lado, pero cuando levantó la vista hacia el pasillo, sus ojos se cruzaron con los de Luna, apenas un segundo.

—Ese es Arturo Uriaga —susurró Nadia, como quien comparte un dato con la emoción medida—. Guitarra principal de la banda de la escuela. Hijo único de los Uriaga de la tienda de instrumentos de la Avenida Norte. Evade el drama, o eso dice. Pero los dramas lo persiguen… porque, bueno, adolescente, banda, talento, y esa sonrisa que hace que la gente crea que todo va a salir bien.

Luna se obligó a mirar al frente. No le gustaba esa sensación de ser atrapada observando. Además, no quería empezar su primer día con una historia que pareciera no ser suya. Aun así, la imagen se le quedó pegada en algún rincón de la mente, igual que una melodía que apenas has escuchado pero ya tarareas.

Entraron al salón de Historia. La profesora Montoya tenía el cabello entrecano recogido en un moño y ojos vivaces que parecían detectar ansiedad y ganas de aprender a cinco metros. En el pizarrón, había escrito con tiza: La historia es un espejo: te muestra lo que eres capaz de hacer. Debajo, una línea: Proyecto del semestre: “Huellas”.

—Buenos días —saludó, sin esperar silencio absoluto—. Aquí nadie tiene que parecer perfecto para participar. Basta con que estén vivos y curiosos. Si cumplen esos requisitos, siéntanse en casa.

Luna se sentó junto a Nadia en la tercera fila. La profesora repartió hojas con instrucciones.

—Este semestre, además de exámenes, haréis un proyecto llamado “Huellas”: elegirán una historia —de su familia, de su barrio, de un evento histórico, o de ustedes mismos— y la investigarán con rigor y sensibilidad. Quiero hechos, pero también la humanidad detrás. Quiero bibliografía y, si se atreven, entrevista. Quiero que me convenzan de que la historia late.

En la puerta, una mano golpeó dos veces. El chico de la guitarra apareció, con la correa en el hombro y el estuche apoyado ahora en la cadera.

—Tarde, Uriaga —dijo Montoya, sin severidad—. ¿Excusa artística o de transporte?

—De cuerdas —respondió él, mostrando una bolsa con un juego nuevo—. Se me rompió la si. Y sin si, profe, nada tiene sentido.

—Pase, poeta de seis cuerdas. Siéntese. Hoy hablamos de las revoluciones que empiezan en lo cotidiano.

Arturo avanzó por el pasillo entre pupitres. Por un segundo, la guitarra rozó la esquina de la mesa de Luna. Ella apartó sus cuadernos en un acto reflejo.

—Gracias —musitó él, inclinándose apenas.

—De nada —consiguió decir ella, con la voz sorprendentemente normal.




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