Antes del siempre

Capítulo 2 — Huellas y notas

El lunes siguiente amaneció con el cielo color café con leche, ese tono indeciso entre lluvia y sol que parecía reflejar lo que sentía Luna al caminar hacia la parada. Llevaba su libreta azul contra el pecho, con una flor seca dentro de las páginas que había recogido del jardín de su abuela antes de mudarse. Decía que era su manera de llevar un pedacito de su “antes”.

En la guagua, se sentó junto a la ventana. Observaba los charcos multiplicarse en la acera y a la gente esquivarlos con pasos apurados. En su libreta escribió una línea:

“Algunas personas no saben que están caminando sobre los reflejos de otros.”

Cuando llegó a la escuela, el murmullo era distinto. En la pared del pasillo principal, el cartel del Festival de Otoño tenía ya varios nombres nuevos escritos. El de Arturo seguía ahí, con su letra inclinada, justo debajo del suyo. Luna lo observó unos segundos, pero no por curiosidad: era más bien una sensación de que aquel nombre le recordaba un sonido, una vibración en el pecho difícil de definir.

—¿Lo vas a mirar o vas a firmarlo otra vez? —bromeó Nadia, apareciendo detrás de ella con un jugo de parcha en la mano.

—Solo veía cuántos se anotaron.

—Claro. Y yo solo compro jugo por el color. —Le dio un codazo cariñoso—. Vamos, la profe Montoya pidió que llevemos una idea para el proyecto “Huellas”.

Entraron juntas al salón. La profesora Montoya ya había escrito en la pizarra: “Las huellas no siempre se dejan caminando.”

—Hoy hablaremos de la memoria —dijo al empezar—. Lo que recordamos define lo que somos. Pero también lo que decidimos olvidar.

Mientras hablaba, iba pasando entre las filas, observando los cuadernos. Luna notó que Arturo estaba sentado al fondo, esta vez sin guitarra, con un cuaderno negro que tenía pegado un recorte viejo: la foto de una mujer con un vestido largo, probablemente su madre.

Montoya pidió que formaran parejas para trabajar en la primera fase del proyecto: una entrevista o historia personal. Luna volteó hacia Nadia, pero esta ya se había unido a Andrea. El resto del grupo se acomodaba rápidamente. Cuando Luna miró alrededor buscando a alguien libre, escuchó la voz de Montoya:

—Serrano… Uriaga. Ustedes dos.

El corazón de Luna dio un salto que no pidió permiso. Arturo levantó la vista, sonrió con una mezcla de sorpresa y aprobación, y asintió con la cabeza.

—Parece que el destino tiene buen gusto —dijo él, cuando ella se acercó.

—O la profesora un extraño sentido del humor. —Luna dejó su mochila en el suelo.

Montoya explicó que cada pareja debía crear un relato o pieza artística que hablara sobre el concepto de huella. Podía ser escrita, musical o mixta.

—Eso suena a oportunidad para combinar guitarra con letras —comentó Arturo, mirando a Luna.

—Yo no canto —aclaró ella.

—Yo sí, pero no escribo bien. —Él giró el bolígrafo entre los dedos—. Quizá podamos ayudarnos.

Luna sonrió, con esa mezcla de cautela y curiosidad que aparece cuando la vida pone a dos desconocidos en la misma página sin explicar el motivo.

—Está bien. —Abrió su libreta—. ¿Por dónde empezamos?

—Por no escribir lo primero que se te ocurra. —Arturo se inclinó hacia ella—. Las mejores ideas tardan un poco en confiar en uno.

Hubo un breve silencio, cómodo. Montoya pasó a su lado y, al verlos, comentó:

—Cuando dos voces aprenden a escucharse, el eco suele ser más bonito.

Luna no entendió si lo decía como consejo o profecía.

---

Pasaron la tarde en la biblioteca, sentados frente a una ventana donde el sol se filtraba a través de las cortinas polvorientas. Entre ellos había libros abiertos, una libreta y un termo de café que Arturo había traído.

—¿Por qué guitarra? —preguntó Luna.

—Porque era lo único que sonaba cuando todo lo demás hacía ruido. —La respuesta le salió natural, pero con un trasfondo que pesaba—. Mi papá tenía una tienda de instrumentos. Mi mamá tocaba en la iglesia. Cuando se fue, él se quedó en silencio. Yo empecé a tocar porque no soportaba escucharlo callado.

Luna bajó la mirada, con respeto.

—Eso suena a algo que vale la pena escribir.

—Y tú —dijo él, apoyando el mentón en la mano—, ¿por qué escribes?

—Porque a veces siento cosas que no sé decir en voz alta. —Sus dedos jugaban con el borde del libro abierto—. Y porque me gusta pensar que si lo dejo en papel, no se me escapa.

—Eso suena a miedo.

—Tal vez. —Sonrió apenas—. Pero también a querer guardar lo que importa.

—Entonces ya tenemos tema —dijo él—: Las huellas que se guardan para no perderse.

Luna lo miró, sorprendida. Le gustaba cómo pensaba, sin necesidad de adornos. Anotó la frase en su libreta.

Durante la siguiente hora, planearon el formato del proyecto: él compondría una melodía, ella escribiría un relato corto que acompañara la canción. Querían que ambas partes se reflejaran. Que cuando él tocara, se sintiera lo que ella había escrito.

—No quiero que sea triste —dijo Arturo—. Quiero que duela bonito.

Luna asintió. Esa frase se le quedó grabada como si fuera el primer acorde del resto de la historia.

---

Los días siguientes se convirtieron en un vaivén de rutinas compartidas. Coincidían en los pasillos, en la cafetería, en los ensayos del festival. Arturo se sentaba en la escalinata con su guitarra, tocando acordes que parecían pertenecer a otro tiempo. Luna se acostumbró a escucharlo antes de verlo.

Una tarde, después de clases, se reunieron en el auditorio vacío. Los ecos del lugar hacían que las notas flotaran como polvo dorado. Arturo tocó una melodía suave, sin letra aún. Luna lo observaba desde la cuarta fila, con la libreta en las rodillas.

—¿Te gusta? —preguntó él.

—Sí. —Su voz apenas se oía, pero alcanzó—. Tiene algo que suena a despedida… pero también a comienzo.

—Entonces necesito palabras que lo equilibren —dijo él—. ¿Me dejas leer algo tuyo?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.