Antes del siempre

Capítulo 3 — Entre acordes y latidos

El festival se acercaba, y con él los ensayos se hacían más frecuentes. El auditorio, que antes era solo un lugar de eco y polvo, se había convertido en su rincón secreto. Arturo solía llegar antes, afinando su guitarra mientras el sonido se deslizaba por las gradas vacías. Luna llegaba después, siempre con algo escrito en su libreta, siempre con ese brillo silencioso en los ojos.

No hablaban mucho al principio. Él tocaba, ella escribía, y de alguna forma se entendían en el idioma de las pausas.

—¿Sabes qué me gusta de ti? —dijo Arturo una tarde, sin levantar la vista del instrumento.

—¿Qué? —preguntó Luna, distraída, revisando una de sus páginas.

—Que no intentas llenar los silencios. Dejas que respiren.

Ella sonrió, tímida.
—No todos los silencios son incómodos. Algunos son necesarios para escuchar lo que uno siente.

—Entonces debe ser eso —dijo él, alzando la mirada—. Contigo se escucha distinto.

Luna bajó la vista. El corazón le dio un golpe suave, como una cuerda que vibra sin romperse.

A medida que avanzaban los ensayos, las miradas se volvieron parte de la rutina. Los gestos pequeños —una sonrisa, un “gracias”, una broma mal dicha— empezaban a significar más de lo que decían.
El resto del grupo también lo notaba.

—Ustedes dos tienen química —les dijo Nadia un día en la cafetería, mientras revolvía su jugo con una pajilla—. Si eso no termina en algo, renuncio a creer en el amor adolescente.

—Nadia… —protestó Luna, pero su amiga solo levantó las cejas.

—No la niegues, que hasta cuando se miran parece que están en videoclip.

Arturo rió, despreocupado.
—Solo somos un buen equipo.

—Ajá. Y Romeo y Julieta solo hacían teatro —murmuró Nadia.

Luna escondió una sonrisa en su vaso. Pero en el fondo, aquella frase la hizo temblar un poco. No quería ilusionarse con algo que quizás solo era una coincidencia. Sin embargo, cada vez que Arturo la miraba como si el mundo se detuviera, su corazón la traicionaba.

Una tarde, después de clases, la profesora Montoya les pidió quedarse unos minutos. Quería revisar su proyecto. Luna y Arturo se sentaron frente a su escritorio, mientras ella hojeaba las páginas.

—Tienen algo especial —dijo Montoya—. La historia y la canción se entrelazan de una forma natural, casi como si se hubieran escrito juntas.

—Así se siente cuando la trabajamos —contestó Arturo—. Yo compongo y Luna escribe al mismo tiempo. Es como si… —buscó las palabras— nos siguiéramos el ritmo sin pensarlo.

Montoya los observó con una sonrisa que sabía más de lo que decía.
—A veces el arte nos muestra personas que todavía no entendemos, pero que ya nos importan.

Salieron del salón en silencio. El pasillo estaba vacío, el sol filtrándose por las ventanas, pintando el piso de naranja y oro. Arturo se detuvo frente a la salida.

—¿Sabes? Creo que Montoya tiene razón. —Luna lo miró—. Hay algo en esto… —Se señaló el pecho— que no me pasaba desde hace mucho.

—¿Y qué es “esto”? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta.

Él sonrió, con esa mezcla de calma y nervios que solo aparece cuando uno está a punto de decir algo importante.
—No sé aún. Pero suena bien.

Luna desvió la mirada, sintiendo el calor subirle al rostro.
—A veces las cosas que suenan bien… también asustan.

—Entonces prometo que iremos despacio. —Su voz bajó de tono, casi un susurro—. No quiero romper nada que todavía no se haya formado.

Ella solo asintió.

El día del ensayo general, el auditorio estaba lleno de movimiento. Voces, risas, cables y luces. Luna sostenía sus hojas, repasando las líneas una y otra vez. Arturo afinaba su guitarra en un rincón.
Todo iba bien… hasta que llegó Valeria.

Valeria Márquez: cantante del grupo principal, sonrisa perfecta, mirada de quien sabía el efecto que causaba.
—Arturo, ¿me ayudas con los acordes de mi parte? —dijo acercándose, apoyando la mano en su brazo—. No quiero desafinar frente al jurado.

Él, amable como siempre, asintió.
—Claro, dame un minuto.

Luna los observó de lejos. No era celos, o al menos eso se repetía. Era incomodidad. Algo dentro de ella se tensó, una cuerda que no quería admitir que dolía.

—¿Estás bien? —preguntó Nadia, notando su gesto.

—Sí. Solo estoy… concentrada.

Pero no lo estaba.
Mientras Arturo tocaba con Valeria, el sonido que antes le resultaba tan bonito ahora le sonaba distinto. Más ajeno.

Cuando terminó el ensayo, él se acercó.
—¿Lista para nuestra parte?

Luna levantó la vista, fingiendo serenidad.
—Sí. Siempre lo estoy.

Subieron al escenario. Él tocó. Ella leyó. Pero algo había cambiado. La conexión no fluyó igual. Era como si entre los acordes se hubiera colado un silencio incómodo.
Montoya lo notó desde el público, aunque no dijo nada.

Al bajar, Arturo intentó hablarle, pero Luna guardó sus papeles rápido.
—Me tengo que ir —dijo, sin mirarlo.

—¿Hice algo? —preguntó él, confundido.

—Nada. Solo… necesito pensar.

Y se fue antes de que pudiera responder.

Esa noche, en su habitación, Luna se quedó mirando la vela encendida sobre su escritorio. Su madre llamó desde la puerta.

—¿Todo bien, hija?

—Sí. Solo cansada.

Pero no era cansancio. Era esa mezcla de orgullo y tristeza que aparece cuando te importa alguien que aún no sabes si sientes de verdad o solo imaginas.

Abrió su libreta.
“No sé qué me duele más: ver cómo algo cambia sin que nadie lo diga, o fingir que no lo noté.”

Cerró el cuaderno y apagó la vela.
En otro punto de la ciudad, Arturo seguía despierto, tocando la misma melodía de siempre, pero sonaba diferente sin saber por qué.

A la mañana siguiente, se cruzaron en el pasillo. Ella lo saludó con una sonrisa cortés. Él la miró, intentando descifrarla.

—¿Podemos hablar después del ensayo? —pidió él.

—Depende —respondió ella.




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