El auditorio seguía oliendo a madera vieja y a cables calientes, pero ahora el aire tenía otra textura: la de las palabras que nadie pronunciaba. Desde el ensayo con Valeria, algo se había interpuesto entre Luna y Arturo. No era un muro; era una bruma. Esa clase de niebla que te hace ver al otro, pero borroso.
En los días posteriores, los ensayos fueron mecánicos. Luna leía; Arturo tocaba. Las pausas, que antes respiraban, ahora se llenaban de pasos, de carraspeos, de papeles acomodados sin necesidad. Montoya los observaba con la paciencia de quien sabe que el arte a veces se atasca justo antes de volverse verdadero.
—Otra vez desde el párrafo tres —pidió la profesora, sentada en la quinta fila—. Quiero escucharlo con intención, no con miedo.
Luna tragó. Levantó la hoja y empezó:
—“No todas las huellas se ven. Algunas se sienten. Algunas duelen. Pero las que se quedan son las que te cambian…”
Su voz sonó clara, pero al terminar, ella supo que había algo hueco en su propio sonido. Arturo, a su lado, bajó el mástil de la guitarra como si pesara más de lo habitual.
—¿Podemos hablar? —dijo él por fin, mirando a Montoya con una educación que pedía permiso.
—Cinco minutos —concedió ella, y se levantó—. Los ensayos no son solo notas y palabras; también son conversaciones. A veces, lo que estorba no está en el escenario.
Luna y Arturo salieron por la puerta lateral. El pasillo estaba en penumbra, iluminado por un ventanal con polvo en suspensión. Las voces lejanas del equipo técnico creaban el zumbido constante de un panal.
—Perdón —arrancó Arturo—. Si te molestó lo de Valeria… Yo…
—No me debes una explicación —lo cortó Luna, rápido, como quien se protege antes de tiempo—. Ni siquiera sé si… si esto es algo.
Él dio un paso hacia atrás, como si la palabra nada hubiera rozado el borde de sus zapatos.
—Yo no juego, Luna. Ni con la música ni con la gente. Valeria me pidió ayuda con los acordes. La conozco de hace años. Es talentosa… y exigente. A veces confunde ensayo con exhibición, sí. Pero no hay más.
—Lo sé —dijo, y en su voz había un cansancio que no le correspondía a su edad—. No es sobre Valeria. Es sobre mí. Me asusta que empiece a importarme lo que no debo.
Arturo la miró, los ojos oscuros sosteniendo una pregunta que no pronunció. Ella se adelantó:
—Y cuando me asusto, me cierro. Es una mala costumbre. Pero es la única que conozco.
Hubo un silencio. Luego, él apoyó la guitarra contra la pared, se cruzó de brazos y habló más bajo:
—Montoya nos juntó por una razón. No solo porque escribes precioso. —Se quedó un segundo buscando la palabra justa—. Contigo, las cosas me suenan limpias. Aunque no hablemos. Sobre todo cuando no hablamos. No quiero que esa limpieza se ensucie por un malentendido.
Luna respiró hondo. El ventanal proyectaba una franja de luz en el suelo; las partículas de polvo parecían luciérnagas detenidas.
—Está bien —concedió—. Pero necesito tiempo para que mi cabeza alcance a mi pecho.
—Te lo doy —dijo él sin dudar—. Solo no me cierres la puerta en la cara.
La puerta del auditorio se abrió con un chirrido. Asomó Montoya, discreta como una sombra.
—El tiempo sirve si se usa, no si se esconde en él —comentó, inclinando la cabeza—. Vuelvan. La música los espera.
Volvieron. Tomaron posiciones. Arturo apoyó los dedos sobre las cuerdas con cuidado, casi con ternura. Cuando atacó los primeros compases, la melodía salió menos brillante, pero más verdadera. Luna sintió el cambio, como si alguien hubiese abierto una ventana en una habitación cerrada.
—Desde el principio —pidió Montoya—. Y recuerden: lo que no se dice también suena.
Arturo tocó. Luna leyó. En el párrafo cuatro, improvisó: añadió una línea que no estaba en el texto original, impulsada por un latido recién entendido.
—“Tal vez no te lo diga, pero estoy aprendiendo a quedarme.”
No miró a nadie cuando lo dijo. Pero sintió la inhalación de Arturo a su lado, un pequeño desorden en su ritmo que, sin embargo, no rompió la canción: la hizo más humana.
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Esa tarde, en la cafetería, Nadia la abordó con la delicadeza de un huracán amable.
—¿Nos sentamos a destripar sentimientos o prefieres hablar del clima? —preguntó, depositando dos panes con queso y dos jugos.
—Clima, por favor —bromeó Luna, pero sus ojos pedían otra cosa.
—Bien. —Nadia clavó la pajilla como si fuese un micrófono—. Pronóstico: nubes densas sobre el territorio emocional de mi mejor amiga, con posibilidad de lluvias repentinas si el guitarrista se acerca a menos de dos metros. ¿Acerté?
Luna no pudo evitar reír.
—Se me mezcló todo —confesó—. Sé que no me debe nada, que somos equipo y ya. Pero cuando lo vi con Valeria, me sentí… reemplazable.
—Eso no es por él; es por tus fantasmas —dijo Nadia, sin juicio—. Y ojo, los fantasmas también merecen luz. Habla con él, pon nombre a lo que te pasa. Y con Valeria, si hace falta. No le des poder a lo que no miras a la cara.
—No quiero dramas.
—Los dramas no se buscan; se resuelven. —Nadia bajó la voz—. Y si quieres un truco: no pienses en “qué somos”, piensa en “qué estamos construyendo”. Lo primero presiona; lo segundo acompaña.
Luna asintió, como quien recibe herramientas que sí sabe usar.
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Valeria apareció al final de la tarde, cuando Luna había recogido sus cosas del ensayo. La cantante tenía esa elegancia natural de quien está confortable en su propia sombra.
—¿Puedo robarte un minuto? —pidió, mirándola de frente.
Luna tensó los hombros, pero se quedó.
—Si te incomodé en el ensayo —dijo Valeria—, no fue mi intención. Yo… —se mordió el labio, gesto que la hacía lucir menos intocable—. Me pongo obsesiva con el control cuando hay festival. Y Arturo es el único que me aguanta el ritmo.
—No es sobre ti —respondió Luna, sincera—. Es sobre mí. A veces me cuesta… —buscó la palabra— convivir con mis suposiciones.