El festival amaneció con un cielo límpido que parecía recién lavado. La escuela estaba irreconocible: carteles, flores de papel, mesas con listas de participantes, un murmullo expectante que hacía vibrar el aire. Detrás del telón, el auditorio era una coreografía caótica: técnicos, cables, afinaciones, vasos de agua, abrazos, respiraciones profundas.
—Hoy se presenta el corazón —dijo Montoya, pasando la vista por sus alumnos—. Y el corazón no compite: comparte. Salgan a compartir.
Luna tenía las manos frías. Nadia le calentó los dedos entre los suyos.
—Cuando te pongas nerviosa, piensa en un lugar seguro —susurró—. En tu abuela, en la mesa de Magnolia, en las tazas azules. Tu voz viene de ahí.
Arturo se acercó con dos botellitas de agua.
—Para ti —le ofreció una—. Y para tus nervios —bromeó.
—No estoy nerviosa —mintió Luna.
—Yo sí. —Sonrió—. Y me gusta, porque me importa.
Ella se permitió reír. Aflojaron.
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El orden del programa los ubicaba hacia la mitad. Subían otros: un dueto de piano y violín, un corto documental sobre un barrio, una danza contemporánea que dejó al público en un silencio reverente. Valeria salió antes que ellos. Su voz llenó el teatro con solvencia; el aplauso fue amplio, justo. Al bajar, buscó a Luna con la mirada y le levantó el pulgar. Luna se lo devolvió.
—Siguiente: Huellas —anunció el presentador—. Relato y canción originales, por Luna Serrano y Arturo Uriaga.
El telón se abrió lentamente. La luz blanca los bañó. Arturo se sentó en el taburete; Luna se ubicó frente al micrófono de atril. Un foco cálido sobre su libreta azul; otro sobre las manos de él.
Se miraron apenas un instante. Lo suficiente.
Arturo atacó el primer acorde. Tenía esa cualidad de las canciones que nacen de una verdad simple: parecían conocidas desde antes de ser escuchadas. Luna dejó que la melodía le marcara el pulso; cuando abrió la boca, su voz salió como un hilo firme.
—“No todas las huellas se ven. Algunas se sienten. Algunas duelen. Pero las que se quedan son las que te cambian, incluso cuando crees haber olvidado el camino…”
La música y el texto se fueron trenzando como si se hubieran buscado en otra vida. En la sección central, Luna alzó la vista del papel y habló al vacío con una claridad que taladró el silencio:
—“No te pido promesas. Te pido claridad cuando me confunda. Estoy aprendiendo a quedarme.”
No estaba leyendo esa línea: la decía. Arturo entró con una progresión menor que hizo vibrar la madera del escenario. En los últimos compases, su voz se sumó a la guitarra, un tarareo suave que no pretendía lucirse. Apenas sostener.
En la última frase, Luna cerró los ojos:
—“Quiero ser huella que acompaña. Luz de cocina a las dos de la mañana.”
La última nota quedó suspendida. Dos latidos. Tres. El aplauso llegó como una ola: cálido, hondo, agradecido. Montoya tenía lágrimas contenidas; Valeria aplaudía de pie, genuina. Nadia gritó un “¡bravo!” que se perdió en el rugido del auditorio.
Luna y Arturo se miraron. No se abrazaron de inmediato. Hicieron una pequeña reverencia, recogieron las hojas, y entonces sí: se acercaron y se abrazaron. Fue un abrazo distinto al del ensayo: menos urgente, más verdadero. De los que te alinean la columna por dentro.
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El “después” empezó apenas cruzaron el telón.
Compañeros que no conocían se acercaron a felicitarlos; un profesor de música les propuso grabar la pieza para el archivo de la escuela; la encargada del club de literatura invitó a Luna a leer en la biblioteca el próximo mes. Valeria los abrazó a ambos.
—Eso fue hermoso —admitió, sin adornos—. Esa mezcla… es difícil de lograr.
—Gracias —respondió Luna, y esta vez el agradecimiento pesó lo justo.
Arturo apretó el hombro de Valeria con camaradería. Todo estaba en su sitio.
Montoya llegó última, dejando que el huracán de afecto hiciera lo suyo.
—No voy a decir que estoy orgullosa —anunció, seria—. Porque eso ya lo saben. Voy a decir otra cosa: se escucharon. Y cuando los artistas se escuchan, el público puede por fin oír.
—Gracias, profe —dijo Luna, y la palabra profe sonó a hogar.
—Descansen —sugirió Montoya—. El eco también necesita espacio para asentarse.
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Esa noche, la escuela parecía otra: farolitos encendidos, corredores con risas, una luna redonda entre las ramas. En el patio interior, debajo del almendro grande, las mesas se llenaron de vasos de jugo y galletas. Sonaba una lista de reproducción con temas de estudiantes mayores. La celebración era más suave que una fiesta; era un descanso compartido.
Nadia arrastró a Luna hacia un rincón donde el aire corría.
—Necesitabas esto —dijo—. El cuerpo también celebra.
—Me siento… liviana —admitió Luna—. Como si hubiera entregado una parte de mí y, en vez de quedarme menos, me hubiera quedado más.
—Bienvenida al club de los que se encuentran compartiéndose —sonrió Nadia.
Al otro lado del patio, Arturo estaba con Tomás y Andrea, desarmando mentalmente la armonía de un tema que sonaba. Cuando vio a Luna, hizo el gesto universal de ¿estás bien?. Ella respondió con un sí leve, que él comprendió.
Más tarde, cuando el patio se empezó a vaciar, se quedaron unos cuantos: los que no querían que el día terminara. Arturo se acercó a Luna con dos vasos de limonada. Le dio uno.
—A tu voz de linterna —dijo, alzando el vaso.
—A tu guitarra que sostiene —brindó ella.
Bebieron.
—¿Te puedo robar diez minutos? —preguntó él—. Hay una parte de la canción que quiero ajustar. No para hoy. Para nosotros.
Cruzaron el patio hasta el escenario ya apagado. Solo quedaban luces de emergencia. Arturo se sentó en el borde, dejando que los pies colgaran. Luna se sentó a su lado. Él sacó la guitarra, desenfundada por última vez ese día. Tocó una secuencia conocida, pero encontró un borde nuevo, una inflexión.