Antes del siempre

Capítulo 6 — Graduación y bifurcaciones

El sol de mayo caía con una tibieza engañosa, de esas que te hacen creer que todo está bien, aunque por dentro algo empiece a romperse sin ruido. Era el último mes antes de la graduación, y los pasillos de la escuela se habían llenado de murales con fotos, firmas y promesas escritas con marcador dorado: “Nunca te olvidaré”, “Nos vemos en el futuro”, “Siempre juntos”.
Luna los leía en silencio mientras pasaba el dedo sobre cada frase. Sabía que no todas esas palabras se cumplirían, y sin embargo, algo dentro de ella deseaba creer que al menos una sí lo haría.

Su casillero, el número 214-B, estaba medio vacío. Había quitado los papeles, los post-its con recordatorios y hasta las notas que Arturo solía dejarle dobladas entre los libros. Solo quedaba pegada una flor de papel amarilla que Nadia había hecho el primer día del último año, cuando todo parecía tan lejos.

—¿Ya empezaste a empacar tus recuerdos? —preguntó Nadia, apoyándose en el casillero de al lado, con una sonrisa melancólica.

—Solo estoy tratando de no olvidar cómo se siente esto —respondió Luna—. Este ruido, la risa de los pasillos, el olor a marcador nuevo y café barato. Todo eso… es mi historia.

—La nuestra —corrigió Nadia, dándole un pequeño golpe con el hombro—. Pero tienes razón. Uno no se despide de un lugar; se despide de una versión de sí misma.

Luna la miró con ternura. Desde que se conocieron, Nadia había sido esa voz que equilibraba sus silencios. Pero sabía que incluso las amistades más fuertes cambian cuando el tiempo empieza a empujar.

—¿Ya sabes si te quedas o te vas? —preguntó Luna.

—Me quedo aquí, al menos por ahora. Pero tú… —Nadia sonrió con complicidad—, tú tienes alas. No te veo repitiendo caminos.

Luna guardó los últimos papeles en su mochila.
—A veces tener alas no significa querer volar.

—No, pero significa que puedes hacerlo cuando llegue el momento —dijo Nadia con firmeza, antes de abrazarla fuerte—. Y ese momento, Luna, ya llegó.

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A la salida, el sol golpeaba los escalones del patio principal, donde Arturo la esperaba. Llevaba la guitarra colgada al hombro, los dedos manchados de tiza y una mirada tranquila, pero algo en su postura —ese leve tamborileo de sus dedos contra el estuche— delataba nervios.

—Creí que no saldrías nunca —dijo con una sonrisa suave cuando la vio.

—Tenía que despedirme de Nadia —respondió, bajando los escalones—. Y de mi casillero. Creo que le debo más a ese pedazo de metal de lo que pensaba.

—¿Por qué?

—Porque escuchó todas mis historias antes que nadie.

Arturo rió despacio, de esa forma que sonaba más a exhalación que a carcajada.
—Ojalá yo hubiera sido ese casillero.

—No habrías aguantado todo lo que le conté —dijo ella, medio en broma.

—Te sorprenderías. —La miró de frente, con esa calma que solo él sabía tener—. He escuchado tus silencios y sobreviví a ellos.

Luna lo miró un instante más del necesario. El aire entre ambos se volvió más lento, más espeso. Podía escuchar los latidos de su propio pecho mezclarse con los acordes imaginarios que parecían seguirlo a todas partes.

—¿Te vas a San Germán? —preguntó ella, bajando la mirada.

—Sí. Empiezo el conservatorio en agosto. Es más pequeño de lo que esperaba, pero tiene un buen programa. Me ofrecieron una beca parcial, así que trabajaré por las tardes en la tienda de mi papá. —Hizo una pausa breve—. ¿Y tú?

—Me aceptaron en la Universidad de la Capital —respondió Luna—. Literatura.

—Eso te queda perfecto. —Arturo sonrió, pero su voz bajó—. Aunque… queda lejos.

—Sí. —Ella se abrazó a sí misma—. Son casi tres horas.

El silencio los rodeó por completo. Los demás estudiantes reían, sacaban fotos, planeaban fiestas, pero ellos dos estaban en su propio universo detenido.

—¿Te da miedo? —preguntó él, finalmente.

—No lo sé —dijo ella con sinceridad—. Me da miedo cambiar, y también quedarme igual. Me da miedo extrañar lo que no sé si va a volver.

—Yo tampoco sé qué va a pasar —admitió él—. Pero lo que sí sé es que no quiero que esto termine como esas historias que se apagan porque nadie tuvo el valor de sostenerlas.

Luna sonrió débilmente.
—A veces sostener algo también duele.

—Entonces duélame —susurró Arturo—. Pero no me sueltes tan fácil.

Sus miradas se encontraron otra vez. Y aunque ninguno lo dijo, ambos entendieron que la vida estaba a punto de separarlos de la forma más cruel posible: sin culpa, sin pelea, sin drama… solo con tiempo.

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La graduación llegó dos semanas después.
El gimnasio estaba lleno de luces, flores y canciones que sonaban demasiado alegres para lo que sentían. Los padres ocupaban las primeras filas, las cámaras grababan cada sonrisa, y el aire olía a nervios y perfume.

Luna llevaba un vestido blanco sencillo y el cabello suelto, con una trenza pequeña cruzándole la frente. Tenía los labios secos y las manos frías. Cuando subió al escenario a recibir su diploma, escuchó el aplauso de su madre y, entre el bullicio, reconoció el sonido de una guitarra.

Arturo, sentado con el grupo musical, la miraba desde su silla. No sonreía. Solo la miraba con esos ojos serenos que decían más que cualquier palabra.

Después del discurso del director, llegó el momento del cierre artístico. Arturo se levantó y caminó hasta el micrófono. La guitarra brillaba bajo las luces, y el murmullo del público se apagó.

—Esta canción se llama Magnolia —anunció con voz tranquila—. Es para todos los que alguna vez tuvieron que despedirse sin querer.

El primer acorde sonó y Luna sintió cómo todo el aire del gimnasio se le iba del pecho. La melodía era delicada, triste, pero tenía una calidez que dolía bonito. Cada nota parecía tocarle el alma.

> “Aunque el tiempo corra, aunque cambien los nombres,
si alguna vez me buscas, estaré donde empezó todo.”

La letra, sencilla, la desarmó.
Cada palabra llevaba escondido un fragmento de su historia.




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