Antes del siempre

Capítulo 7 — Años de distancia

El autobús que llevó a Luna a la capital se detuvo frente a una estación con murales de colores, vendedores de café y el olor a pan recién horneado que se mezclaba con humo de guaguas. Aún conservaba alrededor de la muñeca el hilo fino que Arturo le ató en Magnolia; lo había escondido bajo una pulsera de cuentas azules que su madre le regaló “para la suerte”. No era superstición: era una brújula.

El apartamento que compartiría con dos estudiantes quedaba en un tercer piso sin ascensor, en una calle donde los árboles se inclinaban, como si escucharan conversaciones. Al entrar, Luna notó que la sala tenía luz de tarde, de esa que entra suavemente y hace las cosas más sinceras. La primera noche no desempacó del todo. Puso la libreta azul sobre la mesa, encendió una vela chiquita de vainilla, y escribió una frase sin pensarla demasiado:

“No estoy sola: me acompaña la versión de mí que se atrevió a venir.”

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La universidad era un territorio de pasos apurados, bibliotecas que olían a papel viejo y a futuro, cafés con nombres que querían sonar europeos, y profesores que hablaban de literatura como si hablaran de tormentas. Las primeras semanas, Luna se acostumbró a vivir en ese ritmo nuevo: despertarse con el sol aún tímido, cruzar el campus con auriculares sin música, escuchar conversaciones ajenas que parecían escenas de una novela que aún no se escribía.

En Introducción a la narrativa, el profesor Gadea —un hombre de barba blanca y gafas con montura roja— dijo el primer día: “La buena literatura convierte lo cotidiano en milagro”. Ella subrayó la frase y se la guardó en el bolsillo de la memoria. En Taller de escritura I, compartió textos en voz alta por primera vez. No habló de Arturo, pero habló del hilo, del parque, de una canción que se quedaba. Quien quisiera podría leer entre líneas.

Se unió al club de lectura de los jueves, improvisó cafés largos con dos compañeras —Catalina y Abril— y encontró un rincón favorito en la biblioteca: una mesa junto a la ventana que daba a un patio con jacarandás. Allí, la tarde se detenía, y sus palabras respiraban hondo.

Catalina, estudiante de antropología, tenía un lunar cerca del labio y una risa que rompía cualquier solemnidad: —Te observo y siento que piensas en dos idiomas —le dijo—: uno de aquí y otro de otra parte. ¿Es amor?
Luna apretó el bolígrafo con suavidad. —Es constancia —respondió—. Y un hilo.

Abril, que estudiaba arte, dibujó una magnolia en la esquina de la libreta de Luna. —Para que no se te olvide de qué estás hecha —dijo.

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A tres horas de distancia, en San Germán, Arturo aprendía la disciplina de los dedos cansados. Las mañanas en el conservatorio tenían olor a brea del piso pulido; las tardes en la tienda de su padre olían a madera y cuerda de nylon. Aprendió a calibrar trastes, a escuchar el zumbido leve que delata una cuerda mal asentada, a distinguir maderas como quien reconoce timbres de voz.

Su padre, hombre de pocas palabras, le hablaba describiendo tareas: “Pásame la lija 400”, “Prueba la acción en el traste doce”, “Esa cejuela está alta”. A veces, en medio de esas instrucciones, se colaba una frase distinta, tímida, como quien se acerca a un río por primera vez: “Eso te quedó bien”.

A las noches, tocaba en bares de luz cálida, con micrófonos que chisporroteaban y un público que iba a olvidar, a reírse un rato, a ponerse de pie si una canción les tocaba una herida vieja. Arturo no hacía alarde: cantaba como quien habla con alguien que escucha. Antes de cada presentación, ataba discretamente en el clavijero un hilo delgado, verde, que había cortado del lazo original. —Para no desafinar el corazón —le dijo una vez al baterista. El baterista se rió, sin entender del todo, pero aceptando la mística.

Una noche, entre tema y tema, un muchacho pidió “Magnolia”. Arturo tragó saliva. —No está en la lista —respondió con humor—, pero a veces las canciones deciden por uno. Y la tocó. El bar se quedó en silencio. No era fama, era sintonía.

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La distancia no era un enemigo ruidoso; era un animal silencioso que se sentaba a los pies de la cama. Luna y Arturo no hablaban todos los días. Aprendieron a darse tiempos, a contarse lo importante y a guardar lo que requería madurar. Se escribían audios cortos, con ruidos de fondo: el tránsito de la capital, el timbre de la tienda, la lluvia en la ventana. Esos sonidos hacían de puente.

—Hoy leí a Lispector —decía Luna—. Parece que te mira por dentro sin pedir permiso.
—Hoy cambié las cuerdas de una guitarra que era de un abuelo —decía Arturo—. Me contó que la usaba para llamar a su esposa desde la cocina. Me reí, pero… qué belleza.

No todo era diáfano. Hubo malentendidos pequeños: mensajes vistos a destiempo, cansancios que sonaban a desinterés, celos que no sabían en qué silla sentarse. Una tarde, Luna vio una historia en redes: una compañera del conservatorio, hombro con hombro con Arturo en un ensayo. El estómago le hizo una mueca vieja.

Escribió y borró tres veces. Al final, envió: “¿Fue un buen ensayo?”
—Sí. Fue de esos que te dejan los dedos con memoria. —pausa— Y a ti, ¿cómo te fue con tu lectura?
Luna respiró. “Bien. Me tembló un poco la voz justo cuando hablé del hilo.”
—Entonces lo dijiste bien.
La tormenta que amenazaba con crecer se disolvió con un gesto. Lo que aprendían —a veces a la fuerza— era a no llenar con fantasmas lo que pedía nombres propios.

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Llegó diciembre. Luna volvió a su pueblo por unos días. El parque de Magnolia tenía luces pequeñas colgadas como constelaciones caseras. En la mesa de la cocina, la abuela sirvió flanes sobre platos con bordes dorados. —Te veo más grande —dijo, como si pudiera medir la estatura de los cambios.
—Yo me siento más… mía —respondió Luna.

Arturo, por su parte, pasaba la noche de Nochebuena en casa de su padre. No había música en vivo, solo una radio vieja que, de cuando en cuando, sacaba boleros de dentro de sus tubos. Después de la cena, el padre sacó una caja de cartón con fotos. —Tu mamá guardaba esto —dijo, cediendo el objeto como si fuese frágil—. Si quieres quedártelo…
Arturo se arrodilló en el piso. Fotos de un niño sosteniendo una guitarra más grande que él, la mujer del vestido largo que Luna había visto en aquel recorte amarillento, tarjetas de conciertos de iglesia, una entrada de cine con fecha de hacía quince años. —Gracias —alcanzó a decir. El padre le puso una mano en el hombro: breve, firme. Ese gesto, por sí solo, era un perdón sin ceremonia.




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