El reencuentro entre Luna y Arturo no fue una escena de película con música de fondo y lluvia cayendo en cámara lenta. Fue real, imperfecto, con pausas, miradas largas y palabras que parecían buscar su sitio después de tanto tiempo guardadas.
Habían pasado años desde aquella despedida bajo el árbol de magnolias. Años llenos de voces nuevas, aprendizajes y rutinas que intentaban llenar el espacio que uno dejó en el otro. Pero cuando se vieron de nuevo, en aquella sala iluminada por lámparas cálidas, entendieron que nada —ni el tiempo, ni la distancia— había logrado apagar lo que los unía.
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El primer café juntos después de tanto tiempo duró horas. Hablaron de todo y de nada, como si el universo se hubiera tomado un respiro para permitirles ponerse al día. Luna le contó de sus talleres, de los libros que había escrito, de cómo descubrió que enseñar también era una forma de sanar. Arturo habló de los niños a los que enseñaba música, de las giras pequeñas, de los acordes que escribió pensando en ella sin saberlo.
—¿Alguna vez dejaste de pensar en mí? —preguntó ella, no como reclamo, sino como necesidad.
Arturo la miró con esa calma suya que no había cambiado.
—No. Solo aprendí a pensarte sin tristeza.
Luna sonrió con los ojos húmedos.
—Yo te escribía en todo —confesó—. En los márgenes de los libros, en las servilletas de los cafés, en los pensamientos que no decía en voz alta. Aunque no te mandara nada, seguías ahí.
—Entonces supongo que no nos perdimos —dijo él, con una ternura que se coló entre las palabras—. Solo tomamos desvíos.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era una pausa agradecida, el descanso de quien finalmente puede respirar sin miedo.
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Los meses siguientes fueron una reconstrucción paciente. No intentaron recuperar el pasado, sino construir algo nuevo con los restos de lo que sobrevivió. Salían a caminar sin rumbo, visitaban ferias de libros, asistían a conciertos pequeños donde las luces eran tan suaves que parecían cómplices.
En una de esas tardes, Arturo la llevó a su estudio. Era un espacio sencillo, lleno de partituras, plantas y una vieja máquina de escribir que Luna reconoció enseguida.
—¿Desde cuándo escribes con esto? —preguntó ella, acariciando las teclas.
—Desde que descubrí que tus cartas sonaban mejor cuando las imprimía el alma —bromeó él, encendiendo una lámpara—. A veces escribo canciones que no pienso tocar. Solo las dejo aquí.
—¿Por qué no las tocas?
—Porque no todas las melodías necesitan público —respondió—. Algunas son solo para recordarme lo que siento.
Luna lo observó mientras hablaba. Tenía el cabello un poco más largo, las manos marcadas por la música, y esa manera de mirar que seguía derritiendo todas sus defensas.
—Tú sigues igual —dijo ella.
—No. —Arturo negó con suavidad—. Ahora soy más consciente de lo que puedo perder.
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Con el tiempo, la vida empezó a entrelazarse de nuevo, esta vez sin miedo. Luna escribía mientras Arturo componía; a veces, sus horarios coincidían, y el sonido de la guitarra se mezclaba con el del teclado, creando un ritmo que solo ellos entendían.
Una tarde, mientras ella revisaba un manuscrito, él apareció en la puerta con un sobre en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó Luna.
—Una invitación —respondió él, dejando el sobre sobre la mesa—. Me ofrecieron una gira corta. Cuatro meses fuera.
Luna guardó silencio unos segundos.
—¿Dónde?
—México, Argentina y Chile. —Suspiró—. Es una oportunidad buena, Luna. Pero no quiero irme si eso nos rompe otra vez.
Ella se levantó y lo abrazó.
—No nos va a romper —susurró contra su cuello—. Si algo aprendimos es que el amor no se mide por la distancia, sino por lo que uno hace mientras el otro no está.
Arturo cerró los ojos, sintiendo cómo el corazón le pesaba y volaba al mismo tiempo.
—Te prometo que volveré con canciones nuevas.
—Y yo te prometo que estaré aquí esperándolas —respondió ella, con voz firme.
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Los meses de gira pasaron lentos y veloces a la vez. Las videollamadas a medianoche, los mensajes antes de dormir, las fotos de paisajes y letras a medio escribir se convirtieron en su rutina. Luna asistió a su primer congreso de escritores, publicó su primer libro y dedicó la primera página “al músico que me enseñó que el amor también puede tener acordes”.
Arturo, en cambio, aprendió lo que era cantar frente a multitudes que no sabían su historia, pero sentían su emoción. Cada vez que interpretaba Magnolia, cerraba los ojos y la imaginaba allí, entre el público, sonriendo con su libreta azul en la mano.
El día que volvió, Luna lo esperó en el aeropuerto con un cartel que decía: “Bienvenido a casa, donde siempre perteneciste.”
Él la abrazó con fuerza, el tipo de abrazo que no se da todos los días.
—Te soñé cada noche —dijo.
—Entonces no me perdiste ningún día —contestó ella.
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El amor después del silencio era distinto. No tenía urgencia, ni miedo, ni promesas vacías. Tenía calma, raíces, y un entendimiento profundo de que las almas que están destinadas a encontrarse lo harán, una y otra vez, sin importar el tiempo o la distancia.
Pasaron los años. Se mudaron juntos a una casa con ventanales grandes y un jardín lleno de flores blancas. Luna siguió escribiendo; Arturo siguió tocando. A veces, los hijos de los vecinos los escuchaban y se quedaban sentados en el césped, hechizados por la mezcla de su música y sus palabras.
Un perro callejero empezó a visitarlos, hasta que un día decidió quedarse. Lo llamaron Magnolia, como todo lo que los había unido desde el principio.
Y una tarde, mientras el sol caía y el viento movía las cortinas, Arturo tocó una melodía nueva. Luna lo observó desde el sofá, con el corazón apretado.
—¿Cómo se llama esa canción? —preguntó.
Arturo levantó la mirada, con esa sonrisa suya que siempre tenía algo de destino.
—“Antes del siempre.”