Antes del siempre

Capítulo 9 — La promesa bajo el mismo cielo

El apartamento estaba en un segundo piso con balcón estrecho y vista a una calle que de noche olía a pan recién horneado. Tenía el tamaño exacto para que dos personas se rozaran al pasar por el pasillo y aprendieran, sin decirlo, a hacerse espacio. Las paredes, al principio, estaban desnudas; el eco de sus pasos sonaba como si el lugar respirara con ellos.

El primer día no hubo ceremonia. Hubo cajas, sudor, risas cansadas y un sándwich compartido en el suelo porque la mesa llegaría la semana siguiente. Luna pegó en la nevera una lista que decía: “cosas por comprar” y debajo, en letra más pequeña: “cosas por aprender”. Arturo dejó la guitarra en un rincón donde entraba el sol de la tarde; el brillo sobre las cuerdas era su manera de decir aquí también toco para ti.

—¿Te asusta? —preguntó Arturo esa noche, recostados contra la pared, mirando el techo como si fuera un mapa.

—Me asusta necesitar esto —respondió Luna—. Me asusta que me guste demasiado y… que un día falte.

Arturo no dio un discurso. Le tomó la mano. —Si un día falta, lo armamos de nuevo. —Hizo una pausa—. Contigo aprendí a no correr. También puedo aprender a construir despacio.

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Los primeros días fueron un baile torpe y dulce. Luna se levantaba antes, calentaba agua para el café, y dejaba la taza preferida de Arturo junto al filtro, aunque él aún no hubiera abierto los ojos. Él, a cambio, barría el balcón cada mañana para que ella pudiera escribir ahí sin la invasión del polvo. Entre ambos se inventaron una coreografía de favores invisibles.

Hubo peleas mínimas, necesarias para pulir aristas.

—Te olvidaste otra vez de bajar la tapa del envase de azúcar —dijo Luna, un martes, como quien enuncia una ley de la casa.

—Y tú dejas la luz del baño encendida —replicó él, con sonrisa de tregua.

—Mi olvido ilumina; el tuyo pega los dedos.

Se rieron. Decidieron llamar a esa clase de choques “fricciones de los planetas”: si dos cuerpos giran juntos, es normal que, a veces, rocen.

Los domingos eran sagrados. Sin compromisos. Ella leía en voz alta fragmentos de libros subrayados; él componía al lado, probando acordes que eran respuestas. A mitad de la mañana, escribían una lista en una hoja arrancada: “Lo que sí” —cosas buenas de la semana—; “Lo que no” —esas sombras que aparecieron sin invitación. No era terapia; era cuidado.

—Lo que sí: el balcón al atardecer —apuntó Luna un domingo de viento tibio—. Lo que no: la prisa del jueves.

—Lo que sí: tu risa cuando te equivocas de especia —añadió él—. Lo que no: mi ansiedad antes de tocar.

Pegaban la hoja en la nevera con un imán en forma de guitarra. Leerla los lunes temprano se volvió ritual contra el olvido.

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Una noche se cortó la luz. El edificio se quedó en un silencio espeso que traía voces de otras ventanas. Luna encendió tres velas y las puso sobre la mesa improvisada. La oscuridad suavizó los contornos de las cosas; el apartamento parecía más grande.

—Cuando era niña —dijo Luna—, mi abuela sacaba cuentos de la oscuridad, como si tuviera bolsillos secretos. “La gente cree que la luz lo dice todo”, me decía. “Pero hay historias que piden noche”.

—¿Y ahora? —Arturo se acercó al balcón. El cielo, sin luces de calle, mostraba más estrellas de las que recordaban.

—Ahora quiero creer que la noche también sirve para prometer.

Se sentaron en el piso, espalda con espalda. Él tarareó una melodía que no forzaba nada. Ella habló como quien toma aire antes de saltar:

—No quiero perderme en nosotros —confesó—. Quiero que “nosotros” nos encuentre a los dos enteros. Tengo miedo de… dejarme de escuchar.

—Yo tengo miedo de fallarte —dijo él—. De no saber sostenerte cuando las cosas se pongan feas. A veces pienso que la música me salva de todo… menos de mí.

—Entonces prometamos algo que no dependa de ganar o perder —propuso ella—. Prometamos mirar el mismo cielo. No importa dónde estemos. Si un día me siento sola en esta casa, salgo al balcón. Si tú estás en un escenario lejos, miras por una ventana. El cielo nos hace la llamada.

Arturo levantó la vista. —Prometido.

Se quedaron así, sin prisa, contando estrellas viejas como si fueran nuevas. No hubo beso apurado para sellar nada. Hubo una certeza serena: habían elegido una promesa que no exige explicaciones.

Cuando volvió la luz, dejaron las velas encendidas un rato más. La claridad eléctrica parecía menos necesaria.

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El apartamento empezó a hablar su idioma. Colgaron una foto del árbol de magnolias sobre la repisa; debajo, una hilera de libros y, junto a la guitarra, un frasco con plectros de colores. Luna pegó postales en la pared del escritorio: Madrid, un río de pueblo, la biblioteca municipal. Escribir con todo eso enfrente era recordar de dónde venía cada palabra.

—¿Pintamos? —preguntó Arturo un sábado—. Esta pared pide otro color.

Eligieron un tono verde agua. Mientras pasaban el rodillo, mancharon el suelo, la ropa, la nariz de Luna, y él le pintó un punto en la frente como bendición. La pared, al secarse, se volvió paisaje; transformó la sala. La llamaron “la pared horizonte”.

—Aquí se cuelgan metas —dictó Luna—. Y también descansos.

Arturo asintió. Escribió con tiza una frase arriba de la repisa: Hogar no es dónde; es con quién. Cuando terminaron, se sentaron en el piso, espalda a la pared nueva, y se tomaron una foto. Era borrosa, pero se veía lo que importaba: dos personas respirando a la par.

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No todo era cálido. Algunos días, la soledad se colaba aun estando juntos. Luna se detenía en seco frente al párrafo que no quería salir; Arturo repetía una progresión hasta el cansancio, sin encontrar salida. Esas noches, hablar no servía. Descubrieron un truco: caminaban juntos dos cuadras sin hablar, bordeando la plaza. Volvían con otra disposición. Caminar era aire.

—Me gustaría que no todo lo que escribes me tenga dentro —dijo él una vez, sin reproche—. Quiero aparecer, pero no estorbar.




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