Antes del siempre

Capítulo 10 — Los días que saben a hogar

La costumbre se instaló como un gato manso: oliendo, eligiendo un rincón, adueñándose sin pedir permiso. El lunes olía a café y pera; el martes, a trapo húmedo y limón; el miércoles, a pan tostado con mantequilla y a las escalas que Arturo practicaba antes de salir. Jueves era día de mercado: volvían con bolsas llenas y chistes malos. Los viernes eran de película en el sofá, con comentarios susurrados y pausas para debatir diálogos.

—El amor no siempre brilla —escribió Luna una mañana, en la libreta—. Pero calienta.

Ese día, mientras ella calentaba agua, Arturo afinó con calma. Los sonidos flotaron uno encima del otro hasta que formaron un acuerdo secreto: cada quien en su oficio, juntos en el aire. Ella llevó dos tazas al balcón.

—Te traje café con un 40% de pasado, 30% de presente y 30% de futuro —dijo, apoyando la taza.

—¿Y si hoy necesito más presente? —preguntó él, sonriendo.

—Se rellena.

Brindaron. A veces el día empezaba con esa simple declaración de intenciones.

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Pintaron la habitación de un tono vainilla pálido. Cambiaron la cortina por una de lino claro que dejaba entrar el sol como si hubiera aprendido a pedir permiso. Compraron su primer mueble juntos: una mesa de comedor usada, con marcas de vasos y una rayita que la hacía única. Arturo la lijó, Luna la barnizó. —No la quiero perfecta —dijo ella—. La quiero nuestra.

—Las cicatrices cuentan historias —respondió él, y dejó una minúscula marca a propósito.

La mesa se volvió centro. Ahí dejaron llaves, papeles, cartas, vasos, laptops, partituras, pestañas de libros. Al anochecer, se escuchaban: “¿Cómo te fue?”. No era pregunta de trámite; era pase de pelota.

Un jueves cualquiera llegó la sorpresa. Luna bajó la basura y, al regresar, lo vio: un perro café con pecho blanco, orejas grandes, ojos atentos, sentado frente a la puerta como quien conoce dirección. Tenía collar sin placa. No ladraba; esperaba.

—Hola, tú —dijo Luna con voz de bienvenida—. ¿Quién te trae?

El perro movió la cola con prudencia. No empujó, no suplicó. Solo miró.

—Arturo… —llamó ella desde el pasillo.

Él asomó la cabeza, se agachó y ofreció la mano con la palma hacia arriba. El perro la olió, aceptó.

—Se ve limpio, cuidado… —observó él—. Pero perdió a su persona.

—O nos encontró —dijo Luna.

Le dieron agua y un poco de comida. Se sentó junto a la ventana, como si ya conociera la casa. Al rato, apoyó la cabeza en el pie de Arturo. —Tiene nombre —declaró Luna—. Magnolia.

—¿Aunque sea macho? —preguntó él, divertido.

—Sobre todo por eso —replicó—. La magnolia no es flor de género; es flor de historia.

Buscaron al dueño: publicaron en grupos del barrio, preguntaron al portero, caminaron con él por la cuadra. Nadie lo reclamó. Una semana después, Magnolia tenía una cama junto a la guitarra y un plato con su nombre escrito en marcador. En dos días, aprendió a no morder cables y a dormir bajo la mesa cuando Luna escribía. En cuatro, descubrió que oler las manos de Arturo antes de cada ensayo le calmaba.

—Somos tres —dijo Luna una noche, con sonrisa que le calentó la cara—. Y huele a hogar.

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La rutina, sin embargo, empezó a roer por un borde. Arturo encadenó dos semanas de ensayos y pequeños conciertos; volvía tarde, con los ojos abiertos por la adrenalina. Luna tenía un deadline para entregar un texto; la cabeza le quedaba a medio camino entre dos párrafos. Las conversaciones se encogieron.

—¿Cómo te fue? —“Bien.”
—¿Comiste? —“Sí.”
—¿Mañana nos vemos al almuerzo? —“No sé.”

Una noche, el cansancio estalló por donde menos esperaban: el fregadero.

—No puedo con los platos hoy —dijo Luna, abrumada.

—Yo tampoco —respondió Arturo, sacándose los zapatos con fastidio.

—Siempre te pido las mismas cosas —ella apretó los labios—. Y a veces siento que vivo con un invitado que toca lindo.

—Y yo a veces siento que compito con tus palabras —disparó él, demasiado rápido—. Como si tuvieran prioridad.

Silencio. Magnolia levantó la cabeza desde su cama, atento a la tormenta.

—Eso fue injusto —dijo Luna, con dolor más que con rabia.

—Fue torpe —corrigió él casi al instante—. Perdón. No compito con tus palabras; las necesito. —Se pasó la mano por el pelo—. Solo… me cuesta llegar a la casa y no saber si te tengo o te debo esperar.

—Y a mí me cuesta verte llegar e irte de nuevo dentro de tu música —susurró—. Te extraño estando aquí.

La frase quedó suspendida. Tenía verdad y tenía herida; ambas cosas eran válidas.

Arturo respiró, acercándose despacio. —¿Podemos fallar mejor? —preguntó—. En vez de lanzarnos cosas, ¿podemos contarnos dónde aprieta?

Luna asintió, con los ojos brillantes. —Me aprieta la soledad compartida —dijo—. Siento que todo lo importante te pasa lejos de mí, y cuando llegas, traes resaca de otro mundo.

—A mí me aprieta el miedo a no estar a la altura —confesó él—. Llego y pienso: “No la distraigas, no la rompas, no le tires tus inseguridades en la mesa”. Y entonces me guardo. Y guardarme me saca de casa aunque esté aquí.

Las palabras se acomodaron como vasos en la mesa. No resolvían todo, pero bajaban la fiebre.

—Hagamos un acuerdo —propuso Luna—. Dos noches por semana se apagan guitarras y laptops a las ocho. Comida simple, charla simple, nosotros simples.

—Y una mañana del fin de semana es cita —añadió él—. Un mercado, un parque, una librería. Nada caro. Solo juntos.

—Trato.

Esa noche no hubo besos reconciliatorios de película. Hubo platos lavados en silencio compartido, Magnolia durmiendo en la alfombra, y la sensación de que a veces amar es aprender a negociar sin perderse.

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A la semana siguiente, cumplieron el acuerdo. El sábado fueron al mercado de pulgas. Luna encontró una lámpara pequeña de mesa, color ámbar; Arturo, un libro de teoría musical de segunda mano con anotaciones en los márgenes. Leyeron las notas de un desconocido como si fueran pistas de una vida.




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