El viento cambió de dirección sin anunciarlo. No fue una tormenta inmediata: primero una corriente de aire más fría por el pasillo, luego un portazo que nadie dio, después esa sensación de que las cosas tardaban medio segundo más en llegar a su sitio. El hogar seguía oliendo a café, a laca de guitarra, a libro subrayado; pero debajo, muy abajo, empezaba a latir una inquietud que no tenía nombre todavía.
La mañana del primer aviso, Arturo dejó sobre la mesa una carta con membrete de una promotora. El sobre tenía ese brillo discreto de las oportunidades que podrían cambiar algo más que el calendario.
—¿La abrimos? —preguntó Luna, sosteniendo aún la taza caliente.
—La abrimos —dijo él, con una calma que le brillaba en los ojos.
Adentro, una propuesta: seis semanas de gira como telonero de un cantautor reconocido que haría una ruta por teatros medianos. Salidas de jueves a domingo, ensayos obligatorios entre semana, dos viajes largos en carretera, un cierre en un teatro histórico.
—Es… —Luna buscó la palabra exacta— grande.
—Sí —admitió él, doblando el papel con cuidado—. Y da miedo. Del bueno y del otro.
Se quedaron en silencio unos segundos, dejando que la idea se sentara con ellos a la mesa.
—Acepta —dijo Luna, con una convicción que le subió desde el estómago—. Esto también lo soñaste.
—¿Y tú? —preguntó él, como si el sí de ella fuese parte del contrato.
—Yo me quedo escribiendo, enseñando, cuidando la casa y a Magnolia. —Sonrió—. Y mirándote desde el mismo cielo.
Arturo le tocó la muñeca, suave.
—Promesa —dijo—. Si en algún momento no te gusta el cielo, me llamas, y volvemos a pintar.
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No fue el único sobre esa semana. La universidad le envió a Luna un correo: la Fundación Estación le ofrecía coordinar un ciclo de talleres de escritura en bibliotecas de barrio por tres meses. Eran sesiones semanales, con niñas, niños y personas mayores que querían contar sus historias.
—Te queda perfecto —celebró Arturo, genuino—. Te he visto flotar después de cada taller.
—Flotar y caer de cansancio —rió ella—. Pero sí: es el cansancio que te arregla por dentro.
Brindaron con vasos de jugo. Dos agendas apretadas. Dos entusiasmos reales. Dos amores sostenidos en andamios diferentes.
La primera semana de “vida nueva” funcionó como un reloj. Él salía con la guitarra al hombro, dejaba un beso en la sien de Luna y un tazón de comida lleno para Magnolia; ella armaba su mochila con marcadores, fotocopias, cuentos cortos, y dejaba en la nevera una sopa que sabía al abrazo de la abuela. Se mandaban audios breves en los intermedios: la risa de un niño que rimó “pan” con “tornado”, el vibrato limpio de una sala con buena acústica.
La segunda semana, el reloj atrasó dos minutos.
Una noche, Arturo llegó a las once y media con la voz tomada y una felicidad que no le cabía en la cara.
—Nos aplaudieron de pie en Añasco —dijo, tirándose en el sofá—. ¡De pie! En un teatro pequeño, pero te juro que se sentía más grande que mi pecho.
—¡Qué hermoso! —Luna lo abrazó con alegría sincera—. ¿Cantaste “Hogar”?
—Sí. Y la gente… —cerró los ojos un segundo, como si quisiera guardar el eco en un frasco— la gente cantó el estribillo sin conocerlo. Fue raro y perfecto.
—¿Y comiste? —preguntó ella, por reflejo de cuidado.
—Tarde. Una empanadilla que sabía a gloria y a pecado.
Rieron. Magnolia se subió al sofá y puso la cabeza sobre la rodilla de Arturo, reclamando su parte de regreso. La noche terminó con una sopa recalentada y un beso largo en la frente. La cama los recibió como quien conoce el cansancio que traen.
La tercera semana, el reloj se detuvo un instante.
Luna, que no solía mirar redes con obsesión, abrió el teléfono a medianoche para responder mensajes de estudiantes. Una foto apareció en su pantalla: Arturo y una cantante de la banda principal, hombro con hombro, sonriendo frente a un telón rojo. El pie de foto decía: “Hermosa noche con un equipo hermoso. Qué lujo abrirle paso a tanta música.” En los comentarios, una lluvia de corazones, estrellas, fuego.
Luna no se sintió celosa de la imagen; se sintió expulsada de la escena. El viejo pellizco en el estómago. Inmediatamente lo combatió con racionalidad. Es parte de su trabajo. Es normal. Tú también sale en fotos cuando lees. Respira.
Respiró. Apagó el teléfono. Cerró los ojos. No durmió.
A la mañana siguiente, dejó café en la mesa y un post-it: “Orgullo de ti. Desayuna fuerte. Te amo.” Abajo, un dibujito de Magnolia con capa de superhéroe. Pequeña broma contra las sombras.
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En los talleres, el mundo le devolvía a Luna una versión suya que le gustaba habitar. En la biblioteca de la calle Colibrí, una señora de pelo plateado escribió por primera vez la historia de su juventud: “Yo también tuve un amor que se fue para volver”. Un niño dibujó palabras hechas de animales —“perrofeliz”, “gatocielo”—. Una joven trajo un poema y se lo sopló a la hoja como si contara un secreto a una botella.
—No sé si esto es literatura —dijo esa joven con timidez.
—Es verdad —respondió Luna—. La literatura es una forma de pulir la verdad, no de mentirla.
Salía de esas sesiones con los ojos cansados y el corazón lleno. Quería contarle a Arturo cada detalle, pero a veces él estaba en prueba de sonido o de regreso en la carretera. Dejaba audios en su buzón. —Hoy una abuela leyó en voz alta y su nieta lloró. No porque fuera triste —susurraba—, sino porque reconoció un lugar al que volver.
Los escuchaba horas después: el tiempo se había convertido en escalera.
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Las sombras ganaron pulso el jueves siguiente.
Arturo no llegó a dormir. No era común, pero tampoco impensable. Entre los músicos circularon mensajes: un camión se averió, regresaron tarde, el chofer necesitaba descansar antes de tomar la carretera final. A las tres de la mañana, Luna encendió la lámpara ámbar y puso agua para té. No estaba enojada; estaba despierta en una casa donde faltaba una respiración.