A veces, el miedo no grita. Solo se queda quieto, escondido en los rincones del alma, esperando el momento en que bajamos la guardia para recordarnos que sigue ahí.
Luna y Arturo habían sobrevivido a los pequeños terremotos del amor, a las inseguridades, al cansancio, al ritmo que la vida impone cuando dos sueños comparten un mismo techo. Pero había un temor más hondo, uno que ninguno se atrevía a nombrar: ¿y si el destino, que tanto les costó alcanzar, volvía a pedirles algo a cambio?
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Una mañana de octubre, Luna despertó con un nudo en el pecho. No era tristeza ni ansiedad… era ese presentimiento que llega sin aviso. Arturo dormía a su lado, respirando con calma, su brazo sobre ella. Todo parecía en orden, pero algo dentro de ella se sentía en pausa.
Bajó a la cocina y se quedó mirando el vapor que salía de la cafetera. El sonido era constante, casi hipnótico. A veces el silencio era más ruidoso que una discusión.
Cuando Arturo bajó, notó su mirada ausente.
—¿En qué piensas? —preguntó él, apoyándose en el marco de la puerta.
—En que últimamente todo ha sido… demasiado perfecto —respondió ella con una sonrisa frágil.
—¿Y eso es malo?
—No. Solo me asusta. Cada vez que me siento feliz, tengo miedo de perderlo.
Arturo se acercó, le tomó la mano y la apretó.
—No todo lo bueno tiene fecha de vencimiento, Luna.
—No, pero la gente sí. Y los momentos también.
Él no respondió. La abrazó por la espalda, dejando que el calor hablara por él.
A veces, las promesas no bastan para callar al miedo.
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Esa semana, Luna recibió una llamada inesperada. Era una editora de una casa editorial grande que había leído sus crónicas en la revista.
—Queremos publicarlas como un libro —le dijeron—. Con tu voz, con tu mirada, sin cambiar nada. Pero necesitarás viajar a la capital para algunas presentaciones.
Era una oportunidad enorme. Pero en su mente, la emoción se mezcló con una sensación de vértigo.
Cuando se lo contó a Arturo, él la miró con un brillo genuino.
—¡Luna! Eso es lo que soñabas.
—Sí, pero… me da miedo que esto nos cambie.
—Todo cambia —respondió él—, pero no todo se pierde. Si tú vuelas, yo te miro desde abajo y aplaudo.
Luna sonrió, pero la frase se le quedó grabada. Si tú vuelas, yo te miro desde abajo.
¿Y si uno terminaba volando tan alto que el otro ya no alcanzaba a verlo?
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El viaje fue corto, pero suficiente para poner distancia entre ambos. Los días se llenaron de entrevistas, lectores, luces y palabras. Luna se sintió viva, pero también sola. Cada noche llamaba a Arturo y él le contaba sobre Magnolia, sobre los ensayos, sobre lo mucho que la extrañaba.
Hasta que una noche, la llamada no llegó.
El reloj marcó la medianoche y el teléfono seguía en silencio.
Al día siguiente, Luna recibió un mensaje breve:
> Perdón, amor. Ensayo hasta tarde. Te llamo mañana. Te amo.
No había nada malo en esas palabras, pero dolieron más de lo que deberían.
Era el miedo volviendo a hablar: ese miedo a que lo cotidiano se volviera costumbre.
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Cuando Luna regresó a casa, todo estaba igual. Y, al mismo tiempo, distinto.
Arturo la esperaba con flores y la sonrisa de siempre, pero había una distancia invisible entre ambos.
Esa noche, mientras cenaban, ella se atrevió a decirlo.
—Siento que últimamente estamos viviendo en una burbuja —susurró—. Todo bien, todo correcto, pero sin profundidad. Como si los días se repitieran.
—No sé si eso es malo o bueno —respondió él, pensativo—. A veces la calma también es amor.
—Lo sé, pero… echo de menos esa chispa, esa sensación de que nos elegimos incluso cuando todo se tambalea.
Arturo se levantó, caminó hacia ella y la tomó de la cara.
—Yo te sigo eligiendo, Luna. Todos los días, incluso cuando no lo digo. Pero a veces me da miedo no ser suficiente.
—¿Suficiente para mí? —preguntó ella.
—Para este amor —respondió él—. Porque tú brillas tanto que a veces temo quedarme en la sombra.
Luna se quedó en silencio. Le dolió escucharlo, porque no sabía que ese miedo también lo habitaba a él.
Le acarició el rostro.
—No quiero que sientas eso. Nunca busqué ser más. Solo ser contigo.
Arturo la besó, despacio, con esa mezcla de alivio y culpa que tiene la reconciliación sincera.
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Esa noche no durmieron mucho. Hablaron hasta que el amanecer tiñó el cielo de naranja.
Recordaron sus inicios, sus promesas, la primera vez que se tomaron de la mano, el primer “te amo”, la primera pelea, el primer reencuentro.
Y cuando el sueño por fin los venció, Luna pensó que tal vez ese era el verdadero amor: no el que promete que nada se romperá, sino el que se queda para reparar lo que se daña.
Antes de dormir, escribió en su libreta:
> “Todos guardamos el miedo en algún rincón. Pero cuando se comparte, deja de ser un monstruo. Se convierte en prueba de que estamos vivos. Y amando.”
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El miedo no se fue. Pero aprendieron a reconocerlo sin dejar que decidiera por ellos.
Y esa fue, sin saberlo, la victoria más grande que tuvieron hasta entonces.