Antes del siempre

Capítulo 13 — El reencuentro con el destino

El día amaneció con una claridad de estreno, de esas que te obligan a mirar por la ventana antes de prender la luz. Luna despertó antes que el reloj; el corazón, en cambio, ya estaba vestido de teatro. En la mesa, la libreta azul, un bolígrafo con la tinta casi agotada y el primer ejemplar de su libro —ese que había nacido de crónicas, talleres y cicatrices pulidas— esperaban como invitados puntuales.

—Hoy no se corre —se dijo, sonriendo al propio mandato. Había aprendido que las grandes noches se caminan.

Arturo apareció en la puerta de la habitación con el cabello en desorden amable y dos tazas de café. Apoyó una al lado del libro, besó su frente, aspiró el silencio como si fuera incienso.

—¿Lista?

—Lista —respondió, y la palabra no fue armadura: fue piel.

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El teatro olía a madera vieja y a cables calientes, a telón que guarda secretos y a polvo que aprendió a aplaudir. En la entrada, estudiantes con ojos grandes, vecinas de barrio con vestidos floridos, compañeros del conservatorio, autores de la editorial, la abuela con su vestido lila y la espalda recta. Había, también, ausencias presentes: la profesora Montoya en una fila del medio, con las manos juntas como quien reza a su manera; Nadia con un cartelito discreto: “Respira, poeta”. Thiago, el editor, pasó con un saludo breve y un pulgar arriba; una lámpara de escritorio, no un escenario: Luna lo agradeció en silencio.

En camerinos, un espejo multiplicaba luces cálidas. Luna repasó un párrafo en voz baja, dejó que las palabras encontraran su compás. Arturo afinó con la precisión de quien sabe que las cuerdas no perdonan la emoción. Afinar, esa palabra que en su casa significaba tantas cosas: guitarra, tono, ánimo, vida.

—Esta noche quiero tocar para su libro más que para el teatro —dijo él, viéndola en el espejo.

—Y yo leer para tu música —respondió ella—. Nos cuidamos.

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La presentadora habló poco. Dijo lo justo: “Esta es una historia que se escribió escuchando a otros; por eso hoy la presentamos con música, que es otra forma de escuchar”. Invitó a Luna al escenario. El aplauso fue una ola mansa que la sostuvo hasta el micrófono.

—Buenas noches —empezó, y su voz tembló lo razonable—. Aprendí que escribir es, muchas veces, ordenar amor. Este libro son voces de gente que decidió no callarse. Yo solo puse las comas.

Se rieron. El teatro respiró con ella. Abrió el libro por el prólogo. No leyó como quien declama: leyó como quien confiesa. En la tercera línea, levantó la vista; buscó a su abuela en primera fila; encontró, también, a Arturo en el lateral, guitarra en mano, mirándola como cuando la vida les puso nombre.

—Gracias por volver —dijo dentro del texto, y lo dijo fuera.

Terminó el fragmento. Silencio breve. Señal al músico. La primera nota de Arturo entró como una lámpara encendida entre dos sombras: cálida, precisa, sin alarde. Una melodía nueva, escrita para esa noche, con ecos de “Hogar” y un guiño a “Magnolia”. El teatro se hizo pequeño, como si los hubiese metido a todos en la sala de su casa.

Luna cerró el libro un instante y solo escuchó. Cada acorde le devolvía un recuerdo: el hilo en los dedos, el balcón sin luz, el mercado de pulgas, la sopa demasiado salada en la cafetería del hospital, la pared horizonte con palabras de tiza. Cuando la progresión resolvió en mayor, algo en su pecho se acomodó como una foto en el marco correcto.

—Ahora léeme tú —pidió él, con una mirada que solo ellos descifran.

Ella abrió en la crónica 7: Cartas para no huir. La escribió pensando en sus estudiantes y acabó hablándose a sí misma. Leyó el párrafo de las abuelas que guardan destinos en latas de galletas. La suya, en primera fila, asintió como diciendo así era.

El aplauso llegó como lluvia de verano: limpia, agradecida. Hubo firmas, abrazos, selfies, “gracias” que sabían a bendición. Luna sintió que el cuerpo le pesaba menos que la felicidad. En medio del remolino, Arturo logró acercarse. No fue un beso cinematográfico: fue un abrazo de esos que enderezan la columna por dentro.

—No sé si me merezco mirarte desde tan cerca cuando haces esto —susurró él.

—Eres el motivo por el que puedo —respondió ella.

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Salieron a la noche con bolsas de libros, flores y la risa tardía que dejan los nervios cuando ya no tienen trabajo. La ciudad estaba en esa hora indecisa entre cena y madrugada: un saxofonista solitario probaba escalas bajo un balconcito colonial; una pareja se peleaba en susurros como si no quisieran asustar a los gatos; el olor a pan de una panadería nocturna les mordió a ambos la memoria.

—Te debo un pan de coco de carreteras —dijo Arturo—. Pero hoy te invito a un pan de teatro.

Compraron uno caliente, lo compartieron en la vereda, sentados en un escalón. El azúcar se quedó en los dedos; la risa, en los dientes. Magnolia no estaba, pero de algún modo también.

—¿Te diste cuenta? —preguntó Luna, mirando el cielo claro—. Presentamos el libro en el mismo teatro donde te escuché cantar por primera vez aquella vez del dúo.

—Como cerrar una nota que dejaste sonando mucho tiempo —respondió él—. No para que se acabe, sino para que empiece otra.

—Me gusta pensar que hoy nos reconciliamos con el destino —dijo ella—. Con lo que parecía capricho y era paciencia.

Caminaron hasta el parque. El viento movía las hojas como si pasara las páginas de un libro gigante. Se sentaron en una banca. Luna apoyó la cabeza en su hombro; él acercó su mano, palma arriba. Ella la tomó. Las manos reconocieron su geografía. No necesitaban ceremonia.

—A veces imagino cómo habría sido todo si no nos hubiéramos reencontrado —dijo Luna.

—Tendríamos vidas más ordenadas —bromeó él—. Y corazones llenos de muebles sin usar.

—Yo tendría más páginas escritas —admitió—. Pero menos verdad dentro de ellas.

—Y yo tendría más canciones —dijo él—. Pero menos música.

Se rieron de sí mismos. Ser cursi, cuando la cursilería es verdad, es un lujo.




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