La ceiba crecía más rápido de lo que imaginaron. Cada vez que pasaban por el parque, Luna y Arturo se detenían frente a ella. Tenía hojas nuevas, ramas firmes y un color que parecía capturar la luz del amanecer. Era su promesa hecha raíz, su manera de recordarse que el amor también se planta y se riega.
Esa tarde, el cielo estaba cubierto, y el aire olía a tierra mojada. Era domingo, y Magnolia corría detrás de una pelota con la torpeza feliz de quien no conoce la tristeza. Luna observaba a Arturo mientras él lo lanzaba, con la camisa arremangada, los rizos despeinados por el viento y esa sonrisa serena que siempre le recordaba por qué lo eligió.
—Si hace unos años me hubieras dicho que terminaríamos aquí —dijo ella, sentándose sobre el césped—, te habría llamado loco.
—Y yo te habría dicho que valía la pena la locura —respondió él, dejando caer la pelota y sentándose a su lado.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer. No se movieron.
El cielo parecía llorar de alegría.
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En casa, el sonido del agua golpeando los cristales se volvió música de fondo. Luna preparaba café mientras Arturo escribía algo en una libreta. No lo hacía con prisa ni con propósito: solo dejaba que las palabras salieran.
—¿Qué escribes? —preguntó ella, acercándose.
—Una canción. Pero creo que esta no es para cantar. —Sonrió sin levantar la vista—. Es para prometer.
Luna se quedó de pie frente a él, mirándolo como si intentara grabar cada gesto.
—¿Puedo leerla?
—Cuando esté lista. —Cerró la libreta y levantó la mirada—. O… mejor aún, cuando la diga en voz alta.
El tono de su voz la hizo detenerse. Había algo distinto en esa tarde. No urgencia, sino destino.
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Un par de horas después, la lluvia se calmó. Arturo se levantó, tomó la guitarra y le hizo un gesto para que lo acompañara al balcón.
La luz del atardecer teñía el cielo de tonos dorados y malvas. Luna se envolvió en una manta y se sentó frente a él. Magnolia se acurrucó a sus pies, como testigo silencioso.
Arturo afinó las cuerdas. La melodía fue suave, íntima, como si cada nota caminara descalza. Luego habló, con la voz entrecortada pero firme.
—Luna… te conocí cuando aún no sabías quién eras del todo. Yo tampoco sabía quién era, pero de algún modo, tu mirada me enseñó a quedarme. Me mostraste que el amor no siempre llega con fuegos artificiales… a veces llega en forma de calma, de taza de café, de risa después de una pelea.
Ella sonrió con los ojos llenos de lágrimas.
—Nunca te pedí que fueras perfecto —continuó él—. Solo que no dejaras de intentarlo. Y eso es lo que prometo hoy. No dejaré de intentarlo.
Se acercó, dejando la guitarra a un lado.
—No tengo anillos ni papeles. Solo tengo mis manos, y el tiempo que me quede. ¿Te basta con eso?
Luna se mordió el labio, conteniendo la emoción.
—No necesito más. —Le tomó el rostro con las manos—. Solo prométeme que cuando la vida cambie, cuando lleguen las dudas o los silencios, seguirás mirándome con la misma ternura.
—Eso y más. Prometo seguirte incluso cuando no tengas fuerza para seguirte tú misma. Prometo quedarme cuando el mundo nos exija correr.
Y ahí, bajo la última llovizna, se besaron. No fue un beso de principio ni de final. Fue de permanencia.
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El resto del día transcurrió entre risas, canciones improvisadas y miradas que decían más que las palabras. Luna escribió en su libreta esa noche:
> “Hoy no hubo testigos, ni vestidos blancos, ni música de iglesia. Solo un balcón, una lluvia y un hombre que me prometió quedarse sin necesidad de jurarlo ante nadie. Creo que el amor verdadero es eso: una promesa que se cumple con los días, no con los labios.”
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Semanas después, esa promesa tomó forma de celebración íntima. No boda, no evento, sino un encuentro pequeño en el mismo parque donde crecía su ceiba. Invitaron a quienes fueron parte de su historia: la abuela, Nadia, Montoya, Thiago y algunos amigos cercanos.
Luna llevó un vestido de lino beige, con el cabello suelto. Arturo vistió simple, pero con esa elegancia natural que no necesita adornos.
La abuela llevó un lazo blanco y, sin preguntar, lo ató en la rama más baja del árbol.
—Ya está —dijo con su típica autoridad dulce—. Ahora sí, esto tiene alma.
Nadia los abrazó a ambos.
—No se necesita altar para prometer amor —susurró—. Solo dos corazones que sigan latiendo al mismo ritmo.
Arturo tomó la mano de Luna, entrelazó los dedos y, frente a sus amigos, repitió en voz baja las mismas palabras del balcón:
—Prometo seguirte incluso cuando no puedas seguirte tú.
Ella respondió con una sonrisa y una frase que guardó para siempre:
—Y yo prometo quedarme incluso cuando todo duela.
La abuela aplaudió, el viento sopló fuerte y una lluvia ligera empezó a caer de nuevo, como si el cielo decidiera ser parte del momento. Nadie se movió.
Bajo la lluvia, se abrazaron, y todos los presentes comprendieron que lo que acababan de presenciar era más sagrado que cualquier ceremonia: era amor sin condiciones.
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Esa noche, en casa, Luna y Arturo prepararon cena, brindaron con vino barato y se quedaron mirando por la ventana abierta. La ceiba, desde lejos, parecía saludar con sus hojas mojadas.
—¿Sabes? —dijo Luna, recostando la cabeza sobre su hombro—. No me importa si nunca tenemos una boda. Para mí, hoy fue más que suficiente.
—Entonces estamos casados con el alma —respondió él—. Y con Magnolia de testigo.
Ella rió suavemente, acariciando al perro que dormía entre ellos.
—Bajo la lluvia de promesas —susurró—. Así empezó todo, ¿recuerdas?
—Y así seguirá —dijo Arturo, besando su frente.
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El cielo nocturno se despejó. La luna brillaba redonda, enorme, como si también los bendijera.
Luna se acercó a la ventana y escribió con su dedo en el vidrio empañado:
> “Donde cae la lluvia, florece lo eterno.”