El sonido del martillo fue lo primero que se escuchó esa mañana. Arturo lo golpeaba con paciencia, asegurando una repisa en la pared del nuevo hogar. Luna lo observaba desde la cocina, con una taza de café en las manos y una sonrisa que no podía disimular. Habían pasado apenas unas semanas desde su promesa bajo la lluvia, pero algo en el aire había cambiado: el amor se había vuelto tangible.
La casa no era grande, pero tenía historia. Era de madera clara, con ventanas amplias y un porche donde la brisa parecía quedarse a descansar. Había grietas en el piso y puertas que chirriaban, pero para ellos era perfecta.
Era su primera casa.
Su primer verdadero comienzo.
—¿Sabes? —dijo Luna, recostada en el marco de la puerta—. Esta casa tiene alma. Se siente como si nos hubiera estado esperando.
—O tal vez éramos nosotros los que la esperábamos —respondió Arturo sin levantar la vista, ajustando el clavo—. Cada cosa llega cuando uno aprende a cuidarla.
Ella se acercó, lo abrazó por la espalda y apoyó el rostro en su hombro.
—¿Eso aplica también a las personas?
—Especialmente a las personas —susurró él, dejando el martillo a un lado.
Se giró, la tomó por la cintura y la levantó apenas, lo suficiente para hacerla reír.
—Esta casa se va a llenar de cosas nuestras —dijo—. De música, de letras, de olores y hasta de silencios.
Luna lo besó suavemente.
—De silencios bonitos, espero.
—De los que curan, no de los que duelen.
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Los primeros días fueron un caos encantador. Cajas por todas partes, libros en el suelo, partituras en la mesa, una Magnolia curiosa corriendo detrás de cada cosa que se movía. Luna escribía en la sala, rodeada de papeles y tazas de té; Arturo afinaba la guitarra en el pasillo, y entre ambos tejían un ritmo doméstico que empezaba a sentirse como una canción.
El primer amanecer en la casa fue inolvidable.
El sol entraba directo por las cortinas blancas, pintando de dorado la madera del piso. Luna abrió los ojos y se quedó mirando cómo Arturo dormía, con una mano extendida hacia el vacío, como si aún la buscara incluso en sueños.
Le acarició los dedos y pensó en todo lo que habían recorrido para llegar hasta allí. Las despedidas, los silencios, los reencuentros, los miedos compartidos. Todo tenía sentido ahora, como si el universo los hubiera estado moldeando para ese momento.
Arturo despertó, y sin decir palabra, le sonrió.
—Buenos días, señora de las letras.
—Buenos días, señor de las canciones.
—¿Te das cuenta? —murmuró él, entrelazando sus dedos con los de ella—. Ya no soñamos con tener un futuro. Estamos dentro de él.
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La casa comenzó a llenarse de detalles.
Luna colgó en la pared del pasillo una fotografía del árbol de magnolias del instituto, el mismo bajo el cual se habían despedido años atrás. Arturo instaló su pequeño estudio de grabación en la habitación del fondo, con una lámpara amarilla que Luna le había regalado cuando publicó su libro.
En la cocina, una nota pegada a la nevera decía:
> “No olvides el café, ni los besos antes de salir.”
Era su manera de mantener el amor vivo en lo cotidiano.
Un día, mientras arreglaban el jardín, Luna lo observó en silencio. Tenía las manos cubiertas de tierra, los brazos manchados, el rostro concentrado. Pero en su expresión había una paz que la conmovió.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti? —preguntó ella.
—¿Mi talento musical incomparable? —bromeó él.
—Tu manera de cuidar lo que amas.
—Entonces también cuido de mí —dijo él, mirándola—, porque tú me habitas.
Ella lo abrazó desde atrás, manchándose de tierra sin importarle.
—No quiero perfección, Arturo. Quiero esto. Lo simple, lo real, lo que se construye sin prisa.
—Entonces estamos construyendo bien —respondió él, besando su frente—. Porque todo lo que vale la pena necesita tiempo y manos sucias.
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Esa noche, llovió otra vez.
La lluvia golpeaba el techo como una melodía familiar. Luna y Arturo estaban sentados en el suelo del porche, con las luces apagadas y una manta compartida.
—¿Recuerdas cuando vivíamos en el apartamento? —preguntó ella—. Todo era pequeño, pero éramos felices igual.
—Sí, pero aquí… —Arturo levantó la mirada hacia el cielo—, aquí el silencio suena distinto. Como si el viento supiera nuestros nombres.
—¿Crees que esta será nuestra última casa? —preguntó ella, casi en un susurro.
—No lo sé —respondió él—. Pero sí sé que será la primera que llamemos hogar.
Luna apoyó la cabeza en su hombro.
—Prometimos volver cada vez que nos perdiéramos.
—Y si alguna vez no puedes volver, te busco —dijo él—. Aunque tenga que cruzar todas las lluvias del mundo.
Se miraron largo rato. No hacían falta más promesas.
La ceiba del parque, allá a lo lejos, crecía bajo esa misma lluvia.
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Los meses pasaron y la vida se organizó en torno a ellos.
Los sábados eran para cocinar juntos —aunque siempre terminaban riendo porque Arturo quemaba algo—, los domingos para escribir o tocar, y los lunes para empezar de nuevo.
Algunos días, la rutina se volvía pesada. Los trabajos, las responsabilidades, las giras, los plazos. Pero cada vez que uno sentía que el peso era demasiado, el otro lo sostenía.
Una noche, Luna llegó agotada de un evento literario. Dejó la cartera en el sofá y se sentó en silencio. Arturo estaba en la cocina, preparando algo que olía a ajo y mantequilla.
—¿Día largo? —preguntó él, sin girarse.
—Demasiado. Sentí que todo lo que dije fue en vano, como si mis palabras se perdieran.
—A veces las palabras no se pierden —dijo él, sirviendo dos platos—. Solo tardan en encontrar el oído correcto.
Luna lo miró, sonrió débilmente y se acercó.
—Eres mi oído correcto.
—Y tú mi canción interminable —respondió él, y chocaron las copas con un gesto que significaba “seguimos aquí”.