Antes del siempre

Capítulo 16 — Pequeños universos

El amanecer llegó con una calma distinta, casi mágica. El canto de los pájaros se colaba por las ventanas, y el olor a pan tostado llenaba la casa. Luna se movió despacio entre las sábanas, con una sensación nueva: una mezcla de sueño, paz y una leve incomodidad que ya conocía demasiado bien.

Llevaba varios días sintiéndose diferente. Pequeños mareos, un cansancio constante y una sensibilidad que la hacía llorar incluso con las canciones de Arturo. Al principio pensó que era el estrés, las giras, el nuevo ritmo de vida. Pero esa mañana, cuando abrió el cajón del baño y vio la prueba sobre el lavamanos, supo que algo más estaba sucediendo.

Supo que la vida les tenía preparada una nueva melodía.

Tomó la prueba, respiró profundo, esperó los minutos más largos de su vida… y allí estaban: las dos líneas. Claras, firmes, reales.

—No… puede ser —susurró, llevándose una mano a la boca, entre el miedo y la alegría.
El corazón le golpeaba tan fuerte que pensó que Arturo lo escucharía desde la sala.

Salió despacio, sosteniendo la prueba como si fuera un cristal. Arturo estaba en el sofá, afinando su guitarra, con Magnolia dormida a sus pies.

—¿Arturo? —dijo ella, apenas en un hilo de voz.
Él levantó la mirada, y cuando la vio tan pálida, dejó el instrumento a un lado.
—¿Qué pasa, amor?

Luna se acercó, se sentó frente a él, y sin decir palabra, le mostró la prueba.
Arturo la miró, confundido al principio, hasta que entendió.
Sus ojos se llenaron de lágrimas antes de poder decir algo.

—¿De verdad? —susurró, apenas audible.
Luna asintió, y su voz se quebró.
—Sí. Vamos a ser padres.

El silencio que siguió fue hermoso. Lleno de emoción, de incredulidad, de ternura. Arturo se levantó, la tomó por la cintura y la abrazó con fuerza.
—Mi amor… —dijo entre lágrimas y risas—, ¿puedes creerlo?
Luna apoyó su cabeza en su pecho, escuchando su corazón acelerado.
—Tengo miedo, Arturo. No sé si estoy lista.
—Yo tampoco —admitió él, sonriendo—. Pero si algo sé, es que quiero hacerlo contigo.

Magnolia se despertó y se acercó moviendo la cola, como si entendiera que algo grande acababa de comenzar.

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Los días siguientes fueron una mezcla de nervios, risas y listas interminables. Luna compró su primera libreta de embarazo —porque todo lo importante merecía escribirse—, mientras Arturo hacía cálculos de gastos que terminaban tachados con corazones.

La abuela fue la primera en enterarse.
—¿En serio? —preguntó, con la emoción desbordada—. ¡Ay, por fin! Ya era hora de que esa casa tuviera eco de risas pequeñas.

Le acarició la barriga con ternura.
—Ese bebé será fuerte. Va a crecer rodeado de amor, música y letras. No podría pedir mejor cuna.

Luna lloró, como siempre hacía cuando la abuela hablaba con el alma.

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A medida que pasaban los meses, la casa empezó a transformarse.
La habitación de invitados se convirtió en el futuro cuarto del bebé. Luna pintó las paredes de un color crema suave, y Arturo colgó en una esquina un móvil con estrellas y notas musicales.

Cada noche, antes de dormir, Arturo tocaba su guitarra frente al vientre de Luna.
—Para que nos escuche —decía, sonriendo—. Quiero que reconozca nuestras voces antes de nacer.

Luna, con una mano sobre su barriga, lo miraba y pensaba que si el amor tuviera forma de canción, sonaría exactamente así.

A veces hablaban sobre cómo serían como padres.
—Yo quiero que lea desde pequeño —decía ella.
—Y yo quiero que tenga un perro propio antes de cumplir tres años —respondía él.
—Tú solo quieres más excusas para tener otro perro —reía Luna.

Pero detrás de esas bromas había un brillo distinto: la ilusión de construir algo más grande que ellos mismos.

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Una noche de tormenta, Luna despertó con un movimiento suave bajo su piel. Se quedó inmóvil, conteniendo el aire.
—Arturo… —susurró, tocándole el hombro.
Él se incorporó adormecido.
—¿Qué pasa?
—Se movió. —Sus ojos brillaban entre lágrimas—. Nuestro bebé se movió.

Arturo puso su mano sobre su vientre y esperó.
Entonces lo sintió.
Un leve toque. Una caricia interna. Una vida.
Y en ese instante, algo en ellos cambió para siempre.

—Hola, pequeño universo —susurró él, con la voz quebrada—. No sabes cuánto te esperamos.

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Los meses avanzaron, y con ellos llegó la calma madura de quienes ya no esperan milagros, sino que los viven día a día.
Luna escribía cartas para su hijo, una por mes.

> “Cuando leas esto, quizás ya tengas tu propio sueño. Solo recuerda que fuiste nuestro más bonito comienzo.”

Arturo grababa canciones que guardaba en una carpeta llamada Para cuando crezcas.

Y así, entre música, letras y ternura, los días se fueron llenando de pequeños universos: los primeros latidos escuchados, las ecografías pegadas en la nevera, las noches de antojos absurdos, las carcajadas sin razón.

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El día del parto llegó con un amanecer tibio. Luna sintió las contracciones como olas que iban y venían, pero en cada una, la voz de Arturo la sostenía.
—Respira, amor. Estoy aquí.

Horas después, un llanto llenó la habitación.
Un sonido puro, pequeño, inmenso.

Arturo, con el rostro empapado en lágrimas, sostuvo al bebé entre sus brazos.
—Es… perfecto —dijo, con la voz temblorosa.
Luna sonrió, agotada pero plena.
—¿Qué nombre le pondremos?
—El que suene como esperanza —respondió él, besándola en la frente—.

Y así nació su hijo.
Su pequeño universo.

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Los días siguientes fueron un caos hermoso: noches sin dormir, pañales por todas partes, risas nerviosas, canciones de cuna improvisadas. Pero entre el cansancio, había una felicidad que no sabían explicar.

A veces, Luna se quedaba mirando a Arturo mientras sostenía al bebé en brazos, con la guitarra en la otra mano, cantando bajito.
Y pensaba que no había forma más perfecta de amar que esa.




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