El reloj marcaba las tres de la mañana.
La casa, que antes dormía en calma, ahora respiraba al ritmo del llanto de Noah.
Luna se movió entre las sábanas con los ojos hinchados, el cabello recogido en un moño deshecho y la camiseta de Arturo colgándole del hombro.
El cansancio ya era parte de su piel, pero también lo era la ternura.
Arturo, a su lado, se incorporó sin pensarlo dos veces, con ese reflejo aprendido de padre reciente.
—Yo lo tengo, amor. Tú dormiste poco anoche —murmuró él, con la voz ronca.
—No… déjame a mí. Si no lo abrazo, siento que algo me falta —susurró ella, incorporándose.
El pequeño Noah, con apenas un año, lloraba con fuerza, reclamando su alimento o quizás solo compañía.
Arturo lo cargó, acunándolo contra su pecho, y comenzó a tararear una melodía suave, inventada, una de esas canciones que no tienen letra pero lo dicen todo.
—Shh, pequeño… papá está aquí. —Sus palabras fueron caricias.
Luna lo observó desde la cama, con una sonrisa cansada.
A sus 29 años, la vida le había dado más de lo que soñó y, a veces, más de lo que creía poder manejar.
Había noches en las que se preguntaba si lo estaba haciendo bien, si era suficiente madre, suficiente pareja, suficiente mujer.
Pero entonces lo veía a él —a Arturo, con 31, su compañero, su calma, su amor de juventud vuelto hogar—, y todas las dudas se deshacían.
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A veces, mientras lo miraba sostener a su hijo, recordaba aquella versión adolescente de ellos.
La de la escuela, cuando él estaba en grado doce y ella apenas en décimo.
Cuando él era el chico callado con guitarra al hombro y mirada serena, y ella la chica curiosa que lo observaba desde los pasillos fingiendo no hacerlo.
Dos años de diferencia no eran nada, pero en aquel entonces parecían un universo.
Él ya se preparaba para graduarse mientras ella todavía soñaba con escribir su primer libro.
El destino los separó entonces, pero ahora, casi una década después, estaban juntos construyendo un futuro.
Y cada vez que lo veía cambiar pañales a las tres de la mañana o quedarse despierto para que ella durmiera, pensaba que el chico de la guitarra se había convertido en el hombre más paciente del mundo.
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Las mañanas eran una coreografía improvisada.
El café enfriándose, Magnolia rondando el comedor, Noah riendo desde su sillita mientras Luna intentaba desayunar sin que su hijo le halara el cabello.
A veces, la casa parecía un caos perfecto: música infantil de fondo, papeles regados por el escritorio, la guitarra de Arturo apoyada en una esquina.
Pero a pesar del desorden, había algo que siempre estaba en orden: el amor.
Luna seguía escribiendo, aunque menos.
Había noches en que las palabras se quedaban dormidas antes que ella, pero su inspiración ya no provenía del dolor, sino de la vida cotidiana.
Escribía sobre las pequeñas cosas: el primer paso de Noah, la sonrisa de Arturo cuando lo veía dormir, la paz que encontraba en el cansancio compartido.
> “La maternidad no me quitó el tiempo,” anotó una tarde en su libreta.
“Me enseñó qué vale la pena ocuparlo.
No soy la misma, pero soy más.
Más fuerte, más paciente, más yo.”
Arturo solía leer esas líneas sin decir nada.
Luego tomaba su guitarra y componía melodías que parecían hechas de sus pensamientos.
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Una tarde cualquiera, el sol caía sobre el jardín y el aire olía a tierra húmeda.
Arturo estaba sentado en el porche, tocando mientras Noah gateaba a su alrededor y Magnolia los vigilaba con su lealtad habitual.
Luna los observaba desde la puerta, con los brazos cruzados y el corazón hinchado.
—¿Sabes qué pienso? —dijo ella.
—¿Que soy el mejor guitarrista de todos los tiempos? —bromeó él sin levantar la vista.
—Que el chico que conocí en la escuela se convirtió en el hombre que siempre necesité.
Arturo levantó la mirada, con una sonrisa tranquila.
—Y la chica de los pasillos se convirtió en el amor de mi vida.
—Ya lo eras —respondió ella, acercándose—. Solo que todavía no lo sabías.
Se besaron, con la suavidad de quienes ya no prometen, sino que cumplen.
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Las noches seguían siendo largas.
A veces, Noah lloraba sin motivo, otras veces Luna se quedaba despierta solo para verlo respirar.
Había momentos en que el cansancio pesaba tanto que bastaba una mirada para entender que ninguno podía más.
Pero en medio de esa rutina, habían aprendido algo esencial: amar también es resistir.
Una madrugada, Luna rompió en llanto mientras intentaba dormir al bebé.
Arturo la abrazó desde atrás, sosteniendo con una mano el biberón y con la otra su rostro.
—No puedo con todo —susurró ella entre lágrimas—. Siento que el tiempo no me alcanza para ser madre, escritora y mujer.
—No tienes que poder con todo, amor —le dijo él, con voz suave—. Solo con lo que importa.
—¿Y si no soy suficiente para Noah?
—Eres más de lo que él necesita. Eres hogar, Luna. Él no sabe decirlo, pero ya lo siente.
Ella sonrió entre sollozos, y él besó su mejilla húmeda.
—No sé qué haría sin ti —murmuró ella.
—No tendrías que averiguarlo —respondió él.
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El primer cumpleaños de Noah llegó con más emoción que descanso.
La abuela llegó temprano con su inseparable bandeja de pasteles, Nadia decoró el jardín con guirnaldas y la casa se llenó de risas, fotos y abrazos.
Cuando el bebé metió su mano en el pastel y todos rieron, Luna miró a Arturo.
Él la miró de vuelta, sosteniendo la cámara, y por un momento ambos entendieron algo sin palabras:
todo lo que soñaron estaba allí, frente a ellos, hecho vida.
Esa noche, cuando todos se fueron, se quedaron en el porche con una copa de vino.
Noah dormía, Magnolia roncaba, y la luna iluminaba el jardín.
—¿Recuerdas cuando juramos que el futuro nos iba a alcanzar? —preguntó Luna.
—Sí —respondió él, entrelazando sus dedos con los de ella—. Pero parece que lo alcanzamos nosotros primero.
—¿Y sabes qué es lo mejor?
—¿Qué?
—Que seguimos creciendo. Como la ceiba. Lentos, firmes, pero juntos.