El amanecer se filtraba entre las cortinas color marfil.
El reloj en la mesa marcaba las 6:47 de la mañana y, por primera vez en mucho tiempo, la casa estaba en silencio.
El tipo de silencio que no asusta, sino que se siente como un abrazo.
Luna abrió los ojos lentamente.
A su lado, Arturo dormía boca abajo, con el cabello despeinado y la respiración tranquila.
Tenía algunas canas nuevas escondidas entre los rizos, pero seguía siendo el mismo de siempre: el hombre que le había prometido quedarse, y que cumplía esa promesa cada día.
Se giró para mirarlo mejor.
A veces, cuando lo observaba dormir, le costaba creer cuánto había pasado desde aquellos días en la preparatoria.
El chico que cantaba en los pasillos era ahora su esposo, el padre de sus hijos, el compañero con quien compartía los silencios más dulces.
Luna tenía 34 años.
Arturo, 36.
Y aunque ambos sentían el peso de los años en la espalda, también cargaban la serenidad de quienes han amado sin reservas.
En la habitación contigua, se escuchó un pequeño bostezo, seguido de pasos torpes.
Luna sonrió antes de levantarse.
—Mamá… —la vocecita sonó arrastrada, con el tono tierno del sueño recién roto.
Noah apareció con el cabello despeinado y su pijama azul de dinosaurios. Ya tenía cinco años, los ojos verdes de Arturo y la sonrisa amplia de ella.
—Buenos días, amor —dijo Luna, inclinándose para abrazarlo.
—La bebé se movió otra vez. —Tocó su vientre con cuidado—. Creo que ya sabe que va a tener un hermano mayor.
Luna sonrió.
Su segundo embarazo estaba en la semana treinta y cuatro.
Y aunque las náuseas, el cansancio y la ansiedad volvían a visitarla, esta vez todo se sentía diferente.
Había más calma, menos miedo, más certeza.
Sabía que Arturo estaría ahí en cada paso, como lo estuvo antes.
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El desayuno fue un caos amoroso: pan tostado quemado, leche derramada, y risas que llenaron la cocina.
Arturo apareció con Noah en brazos, cantando una versión improvisada de “Baby Shark” con acordes de guitarra.
Luna, riendo, le lanzó una servilleta.
—Eso no puede ser legal, ¿qué le estás enseñando a tu hijo?
—Música de calidad, señora poeta.
—Más bien una versión de tortura moderna.
Arturo la besó en la mejilla y puso la guitarra a un lado.
—Por si no te has dado cuenta, soy el alma musical de esta casa.
—Y el culpable de que nuestro hijo crea que toda conversación necesita un coro.
Noah, entre risas, gritó:
—¡Coro, coro! —y comenzó a golpear una cuchara contra la mesa.
Luna se rindió, riendo con ellos.
Y por un instante, pensó que no había sonido más hermoso que ese.
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Después del desayuno, Luna salió al jardín.
El sol de la mañana se reflejaba en las hojas del gran árbol que se alzaba al fondo: la ceiba, su ceiba, ahora alta, fuerte, majestuosa.
Cada vez que la miraba, sentía que estaba viendo una versión viva de su historia.
Allí estaban sus raíces. Su pasado. Su hogar.
Arturo se acercó con dos tazas de café.
—¿Sabes? —dijo, mirando el árbol—. A veces me pregunto si cuando plantamos esa ceiba imaginamos que crecería tanto.
—No —respondió ella, sonriendo—. Pero creo que eso pasa con todo lo que se hace con amor.
Él la rodeó por detrás, apoyando sus manos en su vientre.
—¿Y ya pensaste en el nombre?
—He estado entre dos —respondió ella—: Amelia o Elara.
—¿Elara?
—Sí. Leí que era una de las lunas de Júpiter.
—¿Otra Luna en mi vida? —bromeó él—. Ya con una tengo el universo entero.
Ella rió, recostándose en su pecho.
—Entonces será Amelia. Suena a calma.
—Y a hogar. —Él besó su hombro—. Amelia Uriaga Serrano. Me gusta.
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Las semanas pasaron entre preparativos, consultas médicas y noches en vela por los movimientos de la bebé.
Noah ayudaba con entusiasmo, colocando peluches en la cuna o inventando canciones para su hermanita.
La casa se llenó de olor a pintura nueva, cajas con ropa diminuta y cartas que Luna escribía en sus ratos de silencio.
Una noche, mientras Arturo grababa una canción en su estudio, Luna se sentó en el suelo de la habitación de Amelia con su libreta abierta.
Comenzó a escribirle:
> “Mi pequeña,
llegarás a un mundo que ya tiene risas, melodías y un amor que aprendió a quedarse.
No venimos a enseñarte lo que es la vida, sino a caminar contigo mientras la descubres.
Tu hermano te espera con canciones, tu padre con paciencia, y yo… con el corazón lleno de sueños que aún no han terminado de florecer.
Serás la melodía que le faltaba a nuestra canción.”
Cuando terminó, cerró la libreta y la guardó en la cajita que habían puesto bajo la ceiba, junto a las cartas del pasado.
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El día del parto llegó con un cielo claro.
Luna respiraba profundo, tomada de la mano de Arturo.
No era la primera vez, pero el miedo nunca desaparece del todo.
Él le acarició el rostro, con los ojos húmedos.
—Respira, amor. Ya casi.
—No puedo creer que estemos aquí otra vez.
—El destino tiene buena memoria —respondió él, besando su frente—. Y tú… eres su mejor obra.
Horas después, un llanto llenó la habitación.
Suave, dulce, pero poderoso.
—Es una niña —anunció la enfermera con una sonrisa.
Arturo soltó una carcajada mezclada con lágrimas.
—Es Amelia.
Luna la miró por primera vez.
Su piel era suave, sus ojos aún cerrados, y su respiración apenas un susurro.
La sostuvo en brazos y sintió algo indescriptible, una plenitud que iba más allá de las palabras.
—Bienvenida, pequeña —susurró—. Aquí el amor ya te estaba esperando.
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Los meses siguientes fueron un torbellino hermoso.
Noah se convirtió en el hermano mayor más protector del mundo, Magnolia dormía junto a la cuna y la casa volvió a llenarse de desvelos, biberones y carcajadas.
Luna y Arturo aprendieron a dividirse las noches, a improvisar canciones de cuna, a dormir abrazados en el sofá con la bebé en medio.