El reloj marcaba las 7:30 a.m., y la casa ya vibraba con vida.
Amelia corría descalza por el pasillo, su cabello oscuro y rebelde rebotando con cada paso, mientras Noah —ya de nueve años— intentaba alcanzar a Magnolia, que a sus buenos doce años aún se creía cachorra.
El desayuno olía a pan recién hecho y a café, como todos los domingos.
Luna, desde la cocina, los observaba con una mezcla de ternura y nostalgia.
Habían pasado casi una década desde que aquella pequeña casa se convirtió en su refugio, y aunque ahora tenía más grietas en las paredes y huellas en el suelo, seguía siendo el lugar donde la felicidad encontraba descanso.
Arturo apareció en la puerta con una guitarra colgada al hombro y un cuaderno bajo el brazo.
Sus rizos ya tenían un toque plateado que lo hacía aún más atractivo a los ojos de Luna.
Ella le sonrió.
—¿Otra canción?
—Más bien un intento —respondió él, dejando la guitarra a un lado—. Pero esta vez no es para ti.
Luna arqueó una ceja.
—¿No? ¿Y a quién le eres infiel musicalmente?
Arturo la rodeó por la cintura.
—A nuestros hijos. —Sonrió—. Estoy componiendo algo que hable de lo que somos. De cómo aprendimos a amar sin dejar de crecer.
—Entonces sí es para mí —dijo ella, apoyando su frente en la de él—, porque todo eso lo hicimos juntos.
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Noah entró corriendo con un dibujo en la mano.
—¡Mamá, papá! Miren, hice nuestra casa.
En el papel, los cuatro aparecían tomados de la mano frente a la ceiba.
El trazo era torpe, pero el corazón estaba completo.
—¿Y ese punto blanco en el cielo? —preguntó Luna.
—Es la luna —respondió Noah—. Porque tú dijiste que siempre nos cuidaba.
Luna sintió un nudo en la garganta.
Le besó la cabeza y pensó que, sin darse cuenta, sus hijos se habían convertido en la mejor parte de su historia.
Amelia apareció poco después, sosteniendo un libro que había tomado del estante.
—Mamá, ¿tú escribiste esto?
Luna la observó con ternura. Era su primer libro, el que publicó cuando Noah era un bebé.
—Sí, amor. Ese libro nació antes de que tú llegaras.
—¿Y ya no escribes? —preguntó con curiosidad.
Luna se quedó en silencio un momento, mirando la ventana.
—Escribo todo el tiempo, solo que ahora mis historias caminan, gritan y dejan juguetes en el suelo.
Amelia rió, sin entender del todo, y volvió a abrazarla.
Arturo, desde la mesa, observó la escena con una sonrisa orgullosa.
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Esa tarde, mientras los niños jugaban en el jardín, Luna se sentó frente a su laptop.
Era el mismo escritorio donde escribió su primera novela, solo que ahora estaba lleno de crayones, hojas sueltas y tazas de café vacías.
El cursor parpadeaba, esperando.
Respiró hondo y empezó a escribir:
> “A veces creemos que el amor es una llegada.
Pero la verdad es que el amor se elige todos los días, con las mismas manos que lavan platos, cargan hijos, sostienen sueños y curan cansancio.
No se trata de vivir sin tormentas, sino de construir un hogar donde siempre podamos regresar, incluso cuando el mundo afuera se desordene.”
Las palabras fluyeron con la misma facilidad con la que, años atrás, escribió sobre el amor que nace.
Solo que ahora escribía sobre el amor que permanece.
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Esa noche, cuando los niños ya dormían, Arturo la llamó al porche.
Tenía su guitarra, dos copas de vino y una mirada que ella conocía bien: esa mezcla entre nostalgia y ternura que siempre aparecía antes de algo importante.
—¿Recuerdas cuando prometimos no dejar que el ruido del mundo nos apagara? —preguntó él.
—Sí —dijo ella—. Y lo cumplimos, aunque a veces el ruido venía de esta misma casa.
Rieron.
Él le pasó una hoja con acordes escritos a mano.
—Esta es la canción que terminé. Se llama “El hogar que elegimos.”
Comenzó a tocar, y su voz llenó el aire con esa calidez que había enamorado a Luna desde que tenía dieciséis años.
> “No hay mapa ni destino, solo pasos compartidos.
No hay techo sin historia, ni amor sin cicatriz.
Y si el mundo se derrumba, sé dónde reconstruir:
en tus manos, en tus ojos, en el hogar que elegí.”
Luna no pudo contener las lágrimas.
Cuando terminó, lo abrazó tan fuerte que él tuvo que dejar la guitarra a un lado.
—¿Sabes? —murmuró ella—. Creo que ahora entiendo lo que significa estar en paz.
—¿Y qué significa?
—Mirarte a ti, verlos a ellos y no desear nada más.
Arturo sonrió, acariciándole el rostro.
—Entonces lo logramos. No la perfección, sino la plenitud.
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Meses después, Luna publicó un nuevo libro.
No sobre amor adolescente, ni sobre reencuentros, sino sobre la belleza del día a día, sobre cómo la rutina también puede ser poesía.
En la dedicatoria escribió:
> “Para Arturo, Noah y Amelia.
Porque con ustedes entendí que el amor verdadero no se busca: se construye.”
El libro se volvió un éxito discreto, pero ella no necesitaba más que eso.
Ya había encontrado su propósito: contar historias que recordaran a otros que la felicidad no siempre grita… a veces susurra entre desayunos y abrazos.
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Una tarde, la familia volvió al parque.
La ceiba era más alta que nunca, y su sombra cubría el lugar donde habían enterrado la cajita con sus primeras promesas.
Luna, con los niños a su lado, se arrodilló y tocó el suelo.
—Aquí empezó todo —susurró.
—Y aquí seguirá —agregó Arturo, colocando su mano sobre la de ella.
Los niños los imitaron, sin entender del todo, pero sintiendo el peso simbólico del momento.
Noah levantó la vista hacia el cielo.
—Miren, la luna.
—Siempre llega puntual —dijo Luna sonriendo—. Como si nos recordara que el amor también tiene su propio ciclo.
Arturo la abrazó por detrás, apoyando su cabeza en su hombro.
—Si alguien me hubiera dicho hace veinte años que mi hogar tendría nombre, habría pensado que mentía.
—¿Y ahora?
—Ahora sé que el hogar eres tú.