El tiempo, ese viajero silencioso, había pasado más rápido de lo que imaginaron.
La casa que alguna vez fue un nido de juguetes, pañales y canciones de cuna, ahora vibraba con risas adolescentes y melodías de guitarra mezcladas con música moderna.
Noah tenía quince años.
Su voz ya había cambiado, su risa era más grave y sus manos más grandes, pero seguía teniendo esa mirada noble que había heredado de Arturo.
Amelia, con doce, tenía el alma inquieta y los gestos suaves de Luna. Pasaba horas escribiendo en libretas secretas, dibujando lunas, ceibas y frases que su madre reconocía sin leer.
Era domingo por la tarde.
El olor a lasaña llenaba la casa, y el sonido de las risas venía desde el jardín.
Luna, de 39 años, salía del horno con el delantal lleno de harina y una expresión satisfecha. Arturo, con 41, estaba sentado en el porche, tocando una melodía lenta, una de esas que solo se tocan para recordar.
—Papá, esa canción la tocabas cuando era bebé —dijo Noah, acercándose.
—Y la seguiré tocando hasta que tenga nietos —bromeó Arturo.
—No tan rápido —intervino Luna desde la puerta, riendo—. Primero déjalo terminar la escuela.
El ambiente era cálido, como un retrato que el tiempo había pintado sin prisa.
Magnolia, ahora anciana, dormía bajo la sombra de la ceiba.
El árbol seguía creciendo, fuerte, con raíces profundas y ramas tan anchas que ya daban sombra a medio jardín.
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Después de cenar, Luna y Arturo salieron al porche con una copa de vino cada uno.
Los niños estaban adentro, viendo una película.
La brisa de la tarde movía las cortinas y traía consigo el aroma del jazmín que Luna había sembrado años atrás.
—A veces pienso en cómo empezó todo —dijo Luna, mirando el cielo—.
—En los pasillos de la escuela —recordó Arturo—. Cuando tú fingías que no me mirabas.
—Y tú fingías que no sabías que lo hacía.
—Nunca fingí. Solo esperaba que te atrevieras primero.
—¿Y si nunca lo hubiera hecho? —preguntó ella.
—Entonces me habría pasado la vida escribiendo canciones sobre la chica que se sentaba al fondo de la clase y nunca supe si me amaba.
Ambos rieron, y el silencio que siguió no fue incómodo: fue un silencio lleno de historia.
Luna lo observó con atención.
Había arrugas suaves en los bordes de sus ojos, marcas de sonrisas acumuladas.
El paso del tiempo lo había cambiado, pero no disminuido; lo había vuelto más real.
Más suyo.
—Eres exactamente el hombre que imaginé que serías —dijo ella.
—¿Cansado y con dolores de espalda?
—No —rió—. Paciente, sereno y más guapo que cuando tenías veinte.
Arturo alzó su copa.
—Y tú… eres la prueba viviente de que el amor no se apaga, solo cambia de tono.
—¿Como una canción?
—Como la misma canción, pero tocada con más alma.
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A la mañana siguiente, Luna despertó antes que todos.
Salió descalza al jardín, con una manta sobre los hombros.
La ceiba estaba enorme, imponente, con hojas que susurraban historias cada vez que el viento pasaba entre ellas.
Se acercó al tronco y acarició su corteza.
Bajo la tierra, aún descansaba la cajita que habían enterrado hacía tantos años, cuando aún eran jóvenes, enamorados y llenos de promesas.
Sonrió, sabiendo que todas esas promesas habían florecido.
Arturo apareció detrás de ella, con una taza de café en la mano.
—Vienes a visitar nuestra cápsula del tiempo.
—Más bien a darle las gracias. —Luna lo miró—. Por guardarnos todo este tiempo.
Él se acercó, la abrazó por detrás y apoyó su barbilla en su hombro.
—¿Te has dado cuenta? —susurró—. Todo lo que soñamos, lo cumplimos.
—Sí —dijo ella, con la voz suave—. Pero lo más bonito es que nunca dejamos de soñar.
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Esa tarde, los cuatro fueron al parque.
Amelia llevaba una cámara y se encargó de las fotos; Noah empujaba la bicicleta de su hermana pequeña; Arturo y Luna caminaban detrás, tomados de la mano.
En un momento, Amelia gritó:
—¡Párense ahí! ¡Quiero una foto de ustedes!
Se colocaron bajo la ceiba.
Luna apoyó la cabeza en el hombro de Arturo, y él la abrazó por la cintura.
El clic de la cámara capturó algo más que una imagen: capturó una historia entera.
Cuando Amelia les mostró la foto, Luna se quedó observándola largo rato.
El árbol detrás, la luz del atardecer, las hojas moviéndose como si aplaudieran.
Era perfecta.
—¿Sabes qué veo? —preguntó Arturo, mirando la pantalla.
—¿Qué?
—Dos personas que aprendieron a quedarse.
Luna lo miró con ternura.
—Y que siguen eligiéndose cada día.
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Esa noche, mientras los niños dormían, Luna se sentó a escribir una última carta.
No sabía si era para Arturo, para ella misma o para el tiempo.
Pero escribió igual, como siempre.
> “El amor no se detiene con los años.
No se apaga cuando llegan las arrugas ni se enfría cuando los días se vuelven rutina.
Amar es seguir mirándonos como la primera vez, pero sabiendo todo lo que sobrevivimos.
Es seguir soñando juntos, incluso cuando ya lo tenemos todo.
Hoy miro a mi familia, a la ceiba, a nuestro hogar… y entiendo que el amor no era el destino.
Era el camino.”
Cuando terminó, guardó la hoja en una caja pequeña de madera y la colocó junto a las demás.
Sabía que algún día, cuando sus hijos fueran adultos, la abrirían y entenderían lo que sus padres siempre supieron:
que el amor verdadero no es perfecto, pero sí eterno en quien lo cultiva.
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Al día siguiente, mientras el sol se alzaba sobre el techo de su casa, Luna y Arturo se sentaron en el porche, en silencio, con las manos entrelazadas.
Los pájaros cantaban, los niños reían adentro, y Magnolia dormía a sus pies.
—¿Sabes algo, Luna? —dijo Arturo, con voz baja—.
—¿Qué?
—Si pudiera volver atrás, haría todo exactamente igual.
—¿Incluso las peleas?
—Especialmente las peleas. —Sonrió—. Porque me enseñaron a amarte mejor.