Antes del siempre

Epílogo I — El reflejo del hogar

El reloj marcaba las seis de la tarde y la casa estaba en silencio.
Un silencio distinto al de antes, no de soledad… sino de paz.

Luna se encontraba en la cocina, preparando té de canela.
El vapor formaba pequeñas figuras que desaparecían al tocar la luz que entraba por la ventana.
El olor a madera vieja, a pan recién hecho y a historia llenaba el ambiente.

Afuera, el sol descendía lentamente, tiñendo el cielo con tonos de miel.
El jardín, ahora más grande y cubierto de flores silvestres, seguía siendo su refugio favorito.
La ceiba, alta, imponente, extendía sus ramas como brazos protectores.
Y a sus pies, aún descansaba la cajita donde, décadas atrás, habían enterrado sus primeras promesas.

---

Luna tenía 57 años.
Su cabello, ahora con hebras plateadas, seguía cayendo en ondas suaves sobre sus hombros.
Había envejecido con elegancia, con la serenidad de quien vivió cada etapa sin dejar nada pendiente.

Arturo, de 59, seguía tocando su guitarra todas las tardes.
La música ya no llenaba los escenarios, pero seguía llenando su casa.
Su voz era más grave, su mirada más pausada, pero cada nota que tocaba seguía teniendo alma.

Ese día, estaba sentado en el porche, afinando las cuerdas con la misma paciencia de siempre.
Luna se acercó con dos tazas de té.
—Aún suena igual —dijo ella, dejando una taza junto a él.
—No, amor —respondió con una sonrisa—. Ahora suena con más historia.

Ella se sentó a su lado.
El viento movía las cortinas, y un rayo de sol se reflejaba sobre sus manos entrelazadas.

—¿Te has dado cuenta de algo? —preguntó Luna.
—¿De qué?
—De que, sin planearlo, hicimos todo lo que soñamos.
Arturo la miró con ternura.
—Y más. —Le besó la mano—. Porque nunca soñé llegar tan lejos contigo.

---

Los hijos ya habían tomado su propio rumbo.
Noah vivía en otra ciudad, estudiando arquitectura y componiendo canciones en sus ratos libres.
Había heredado la sensibilidad de su madre y la creatividad de su padre.

Amelia, por su parte, se había convertido en escritora.
Su primer libro, dedicado “a la ceiba y al amor que la hizo crecer”, se publicó un año atrás.
A veces, cuando la nostalgia la visitaba, enviaba a sus padres una foto de su escritorio con un mensaje simple: “Gracias por enseñarme a creer en las raíces.”

Luna siempre lloraba al leerlo.
Arturo, en cambio, sonreía y decía:
—Te lo dije. Esa niña tiene alma de poeta.

---

Aquella tarde, mientras el sol se ocultaba, Arturo empezó a tocar una melodía conocida.
Era “El hogar que elegimos”, la misma que había compuesto años atrás.
Luna lo miró, con lágrimas brillando en los ojos.
—Esa canción no envejece.
—Ni tú —respondió él, con voz suave—.
Ella rió.
—Tengo arrugas, Arturo.
—Sí, pero cada una cuenta una historia que me gusta volver a leer.

El sonido de la guitarra llenó el aire.
Las notas flotaban entre ellos, suaves, eternas, como si el tiempo se detuviera solo para escucharlos.

---

Más tarde, salieron juntos al jardín.
El cielo se oscurecía poco a poco, y las primeras estrellas empezaban a aparecer.
Magnolia ya no estaba, pero bajo la ceiba había una pequeña placa con su nombre.
—¿Recuerdas cuando corría por aquí y mordía todos los cojines? —preguntó Luna.
—Sí —respondió Arturo—. Nunca pensé que extrañaría tanto los desastres que hacía.

Se quedaron mirando el árbol.
Las raíces se habían extendido, firmes, abrazando la tierra.
Luna se acercó, apoyó la mano sobre el tronco y susurró:
—Nos vio crecer, amar, pelear, sanar…
—Y sigue aquí —añadió Arturo—. Como nosotros.

El viento sopló, moviendo las hojas suavemente.
Luna cerró los ojos.
—A veces me pregunto si los hijos entenderán todo lo que hicimos por mantener esto.
—Lo harán —respondió él—. No con palabras, sino cuando encuentren su propio hogar.

---

Esa noche, se quedaron en el porche, mirando las luces de la ciudad a lo lejos.
No había televisión, ni teléfonos, ni ruido.
Solo el sonido de los grillos y el crujir de la madera bajo sus pies.

—¿Sabes algo, Luna? —dijo Arturo, rompiendo el silencio—.
—¿Qué?
—Cada etapa contigo tuvo un sabor diferente.
—¿Y esta cómo sabe?
—A calma. A café tibio y a viento de tarde.
—¿Y si fuera una canción?
—Sería la más lenta, pero la más sincera.

Ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Te amo, Arturo.
—Y yo a ti, Luna. Más de lo que supe amar cuando era joven.

El tiempo no había borrado su amor.
Lo había convertido en algo más puro, más profundo, más silencioso.
Ya no necesitaban prometerse nada.
Vivían en la promesa cumplida.

---

Antes de dormir, Luna se detuvo en la sala.
Sobre la pared colgaban las fotografías de su vida juntos:
La boda improvisada bajo la lluvia, el primer cumpleaños de Noah, los dibujos de Amelia, la ceiba recién plantada, los viajes, las cenas, los días comunes que habían terminado siendo extraordinarios.

Pasó los dedos por una de las fotos y sonrió.
Ahí estaban los cuatro, con Magnolia a los pies, riendo a carcajadas frente al árbol.

—Todo valió la pena —susurró.

Arturo la abrazó por detrás.
—¿Qué miras?
—Nuestra historia.
—Entonces mírame también —dijo él, con voz baja—, porque todavía somos parte de ella.

Ella se giró y lo besó.
El reloj marcó las 10:10.
La misma hora en la que, décadas atrás, se habían reencontrado por primera vez.

El tiempo parecía cerrar su círculo perfecto.
El amor seguía allí, no en forma de promesa, sino de certeza.
Y mientras las luces se apagaban y la luna iluminaba la casa, Luna pensó que, aunque la vida los llevara por caminos distintos algún día, su alma siempre volvería a él, al lugar donde aprendió que amar… también es quedarse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.