El cielo amaneció despejado, con un azul tan limpio que parecía recién estrenado.
El viento soplaba suave, moviendo las hojas de los árboles con un murmullo que sonaba a recuerdos.
Era primavera otra vez.
Luna caminaba despacio por el sendero del parque, apoyada en el brazo de Arturo.
Sus pasos eran cortos, pero firmes.
Él llevaba una bufanda gris alrededor del cuello y esa sonrisa cansada que, aun después de tantos años, seguía siendo su favorita.
La gente los miraba al pasar.
Un par de ancianos tomados de la mano, caminando con la serenidad de quien ha amado toda una vida.
Luna tenía 79 años, y Arturo 81.
Sus cuerpos ya no eran los de antes, pero sus almas seguían en compás.
—Hace años que no veníamos —dijo ella, mirando a su alrededor.
—Sí… —respondió él—. Pero el parque sigue igual.
—No, amor. —Luna sonrió—. Nosotros somos los que cambiamos.
Siguieron caminando hasta llegar al claro donde se alzaba la ceiba.
Era enorme, majestuosa, con raíces que parecían brazos extendidos y ramas que rozaban el cielo.
El mismo árbol que habían plantado juntos, el mismo bajo el que enterraron sus promesas, ahora era un guardián del tiempo.
Se detuvieron frente a él.
Arturo respiró hondo y murmuró:
—Sigue más viva que nosotros.
—Eso es lo hermoso de sembrar con amor —respondió Luna—. Crece más allá de ti.
---
Se sentaron sobre una manta, igual que cuando eran jóvenes.
El aire olía a tierra húmeda y a flores.
Luna sacó una pequeña caja de madera que había traído envuelta en un pañuelo blanco.
Era la misma que habían enterrado allí tantos años atrás, solo que ahora, en su interior, reposaban nuevas cartas.
—¿Recuerdas la primera que escribiste? —preguntó él.
—Sí —respondió ella—. Decía que si alguna vez nos perdíamos, volveríamos aquí.
Abrió la caja con manos temblorosas.
Dentro había varias hojas amarillentas, algunas con manchas de café, otras con nombres escritos con letra de distintos tiempos.
Tomó la más antigua y comenzó a leerla.
> “Si nos están leyendo es porque el tiempo hizo su trabajo.
No vengan a buscar aquí lo que perdieron: vengan a recordar lo que no cambia.”
Luna levantó la vista.
Sus ojos estaban húmedos.
Arturo le acarició la mejilla con ternura.
—Nunca cambió —dijo él.
—No —susurró ella—. Solo aprendió a hablar en silencio.
---
El sol se filtraba entre las ramas, iluminando el polvo dorado del aire.
A lo lejos, niños jugaban, y el sonido de sus risas les trajo memorias de Noah y Amelia corriendo en ese mismo lugar.
Ahora ambos eran adultos, con sus propias familias, y aunque los visitaban cada semana, Luna y Arturo sabían que el ciclo estaba completo.
—¿Te acuerdas cuando dijimos que queríamos ver a nuestros hijos construir su hogar? —preguntó Luna.
—Sí —respondió él, sonriendo—. Y ahora lo hicieron, cada uno a su manera.
—Entonces cumplimos todo.
—Todo —afirmó él—. Incluso lo que no sabíamos que queríamos.
Luna apoyó su cabeza en su hombro, y Arturo cubrió sus manos con las suyas.
El viento sopló otra vez, haciendo que las hojas de la ceiba se movieran como si aplaudieran.
El árbol parecía celebrar con ellos.
---
Pasaron horas allí, sin decir mucho más.
Solo observando el cielo, las ramas, los recuerdos.
Luna tomó otra carta, esta vez escrita hacía apenas unos meses.
> “Cuando leas esto, probablemente mis manos ya tiemblen y mis ojos vean menos.
Pero no importa.
Porque te reconozco por el sonido de tu respiración, por la forma en que pronuncias mi nombre y por cómo aún me haces sentir que tengo veinte.”
Arturo sonrió, con lágrimas deslizándose por sus mejillas.
—Eres la única historia que nunca quise terminar.
—Y tú, el capítulo más bonito que la vida me permitió escribir.
Se quedaron así, mirándose, sabiendo que el tiempo ya no era enemigo.
Era su compañero.
---
Cuando el sol comenzó a ponerse, se levantaron despacio.
Luna colocó la caja nuevamente bajo el árbol.
—Déjala aquí —dijo Arturo—. Que la ceiba guarde lo que fuimos.
—Y lo que seguimos siendo —agregó ella.
Antes de irse, Luna tocó el tronco del árbol con la palma abierta.
—Gracias —susurró—. Por ser testigo.
Arturo, con una sonrisa serena, tomó su mano.
—Y cómplice.
---
De regreso a casa, el atardecer los acompañó con su luz dorada.
El aire era tibio, el cielo se teñía de naranja, y las sombras se alargaban en el camino.
Luna apoyó la cabeza en el hombro de Arturo mientras caminaban despacio.
—¿Sabes algo? —dijo ella, casi en un susurro—. Si pudiera volver atrás, no cambiaría nada.
—Ni yo —respondió él—. Pero si el destino me dejara vivir otra vida… te buscaría otra vez.
—Y yo te reconocería —añadió Luna—. Aunque no recordara tu nombre.
Arturo rió con suavidad.
—Entonces ya no habría vida sin ti.
El silencio los envolvió otra vez, pero no fue triste.
Fue ese tipo de silencio que guarda paz, gratitud y amor cumplido.
---
Esa noche, el viento volvió a soplar entre las ramas de la ceiba.
Las hojas se movieron, susurrando como si quisieran decir algo.
Y tal vez, si alguien se hubiera detenido a escuchar, habría jurado oír dos voces suaves, riendo y repitiendo juntas:
> “Nos prometimos volver cada vez que nos perdiéramos…
y lo hicimos. Siempre lo hicimos.”
El cielo se llenó de estrellas.
La luna, brillante y eterna, iluminó el parque.
Y bajo la ceiba, la tierra guardó una historia de amor que ya no pertenecía al tiempo,
sino a la eternidad.
---
🌙 Fin 🌙