Isabella, era sin duda una niña feliz. Creció rodeada del amor incondicional de sus padres, incluso con los problemas que querían esconderle. Ella era lo único bueno que resultó de ese matrimonio arreglado, pero la verdad, no lo sabía o al menos no se percató. Con el pasar de los años, sus padres comenzaron a perder la capacidad de disimular la ausencia de amor en sus vidas y, poco a poco, su familia se deterioró. Las peleas eran constantes y cada vez más intensas. La niña procuraba encerrarse en su alcoba cuando esto pasaba y se quedaba en silencio a jugar con sus muñecas. Sin embargo, no siempre le resultaba. Muchas veces, sus padres discutían cerca de los pasillos de su habitación.
Conforme crecía, Isabella encontró un lugar donde ocultarse. Un salón de música, en el último piso de la mansión. Allí, era difícil escuchar las peleas de sus padres y gracias a la paz que se sentía en el aire, desarrolló un interés por tocar el piano. A pesar de saber que solo ella estaba, tenía la impresión de que, cuando entraba al salón, no se encontraba del todo sola. Pero la sensación, en lugar de atemorizante, resultaba agradable. Se sentía acompañada y de alguna manera protegida, por lo que pasaba mucho tiempo frente al piano. Sin embargo, cuando salía, regresaba a la misma triste pesadilla de la que quería escapar.
Muchas veces encontró a su madre llorando, oculta en alguna habitación, y eso causó que Isabella comenzara a sentir miedo de su padre, aunque él jamás le puso un dedo encima. Su madre, para evitar acrecentar su miedo y quizás de la misma manera evitar que su padre dirigiese su ira hacia ella, trataba de convencerla de que debía quererlo, sin importar como se portara. Isabella no era tonta, y procuraba comportarse lo mejor posible, para no molestar a su padre y que su madre se sintiera más tranquila, por qué, a su parecer, de esa manera las peleas disminuían.
Tenía diez años, cuando supo que su madre tendría otro bebe. La noticia le pareció magnífica, su padre parecía calmado y las peleas eran mucho menos seguidas, pero algo despertó la intriga de Isabella. Desde que su madre anunció el embarazo, cuando sus padres discutían, ella podía escuchar una melodía en el piano. En esas ocasiones, corría para descubrir de quien se trataba, pero cada vez que su mano se acercaba a la perilla, la música cesaba y, al entrar, la habitación estaba vacía. La revisó de arriba, abajo; no existía manera de escapar ¿A dónde iba la persona que tocaba? Muchas veces intentó atraparlo, pero fue imposible.
Se dio cuenta de que era mejor, escuchar la melodía desde fuera y descubrió que, muchas veces, solo duraba el tiempo que sus padres discutían. Luego, simplemente se interrumpía inconclusa. Le gustaba que eso la distrajera de las disputas, pero conforme se acercaba la fecha en que su madre daría a luz, las discusiones se convirtieron en algo mucho más rutinario. Quería distraerse, y trataba de tocar en el piano, la melodía que escuchaba, cuando esta no sonaba de improviso.
Las primeras veces fracasó, pero no se dio por vencida, hasta que, finalmente, la melodía le salió bien. Sintió entonces una palmada sobre el hombro, pero se asustó al darse cuenta de que estaba sola. Fue tal el sobresalto, que no regresó a tocar y, desde ese día, procuraba ocultarse cuando sus padres discutían y no salir de su habitación. El piano también silenció sus notas por completo y en la mansión solo se podían escuchar los gritos de las discusiones. El día de su décimo primer cumpleaños, Isabella alcanzó a ver a alguien caminar por la mansión, en dirección al tercer piso.
Lo siguió en silencio para descubrir de quien se trataba, pues ese día solo hubo una discusión y su padre dejó la mansión al terminarla, por lo que la niña pensó que se trataba de su madre. Quería descubrir si era ella la que tocaba el piano, sin embargo, al llegar al tercer piso, la figura desapareció, ante la puerta del salón, sin siquiera abrirla. Antes de que Isabella pudiera regresar a las escaleras, presa del miedo, el corazón se le paralizó al escuchar el piano. Su temor se volvió aún mayor, cuando una voz le suplicó acercarse, “Ven aquí, princesita, déjame protegerte”.
Aquellas palabras escuchó, pero no en sus oídos. El sonido, parecía venir de su interior. Se acercó aterrada al salón de música, abrió con cuidado y se asomó despacio. Pudo ver a alguien tocando el piano. No sabía quién era ese joven. Nunca antes lo vio en la mansión, pero era mucho mayor que ella y parecía físicamente impalpable. Sin embargo, esa condición, no lo privaba de tocar el piano con una envidiable destreza. El joven se dio la vuelta y trató de tomar a Isabella de la mano, pero cuando la música dejó de sonar, se desvaneció, no sin antes advertirle que corriera.
Por desgracia, era demasiado tarde, su padre la tomó por la espalda y le cubrió la boca. Isabella no comprendía que sucedía, estaba demasiado asustada para pensar. Quería escapar y luchaba con todas sus fuerzas, pero era solo una pequeña. De pronto, de la misma forma repentina en que su padre la sujetó, la liberó después de soltar un quejido. Al darse vuelta, la niña se encontró con una sangrienta escena. Su madre había herido a su padre con una espada e intentaba con todas sus fuerzas enterrarla más profundo. Isabella dejó escapar un grito.
El hombre, aun con fuerza suficiente, saco la espada y la lanzó lejos, se dio vuelta para abalanzarse contra la mujer, quien lo amenazó con una segunda arma, pero eso no bastó para detenerlo. Él la golpeo, haciendo que soltara la espada y luego de tomarla por el cuello la puso contra la baranda del pasillo. Isabella, desesperada, trató de liberarla, pero su madre la empujó con fuerza, justo antes de que la baranda se rompiera por el peso y ambos cayeran al vacío. La niña trató de correr para sostenerlos, pero un abrazo cariñoso la detuvo.
Editado: 14.02.2019