Al despertar, era pasada la hora del almuerzo. Se levantó tan rápido como pudo y bajó las escaleras. Llegó a la cocina e irrumpió preguntando por su tía.
—Su tía no ha salido, señorita —dijo nerviosa una de las mucamas.
—¿Está en la casa? —interrogó sorprendida, pues imaginó que se había marchado a finiquitar sus planes.
—No propiamente dicho, en la mansión —explicó la mucama, extrañada por las pesquisas—. Está en algún lugar del patio, salió, no hace mucho.
—¿Por qué esperó tanto? —preguntó en voz alta, frunciendo el ceño.
Aunque Isabella no le preguntaba a la mucama, pues era más una pregunta para sí misma, ella no lo notó.
—Quizás tenga algo que ver con lo que murmuraba respecto a que debía ser estricta con la hora —comentó arqueando una ceja como si eso le pareciese una locura, y a modo de gracia añadió—. No sabía que se debía ser puntual para ir al patio.
Isabella recordó que la boda de su madre fue preparada para llevarse a cabo a las tres de la tarde, por lo que, su tía debió separarlos antes. Tenía cerca de media hora, aunque, si su tía se fue con tanta anticipación, de seguro no estaba cerca. Salió al patio, tomó uno de los caballos y fue a toda prisa en dirección al bosque, mientras imaginaba en qué lugar pudo encerrarlo. Angustiada, recordó las palabras del joven. “Mi oscura y húmeda prisión de piedra”.
Esa era una pista prometedora, pues no muy lejos, una cascada formaba un pequeño estanque, a donde su madre disfrutaba llevarla de pequeña. Galopó deprisa, y antes de llegar, ocultó al animal y continuó a pie. Miraba en todas direcciones y una enorme roca cubierta de musgo, que era salpicada por la cascada, llamó su atención. Recordaba que de niña, su madre la alejaba para evitar que se manchara los vestidos, y estaba por poner su mano en ella cuando un sonido la sobresaltó.
Tan rápido como pudo, se ocultó entre los arbustos y quedó atónita al ver a su tía salir de detrás de la cortina de musgo, que ocultaba un pasaje. No lo podía creer, estuvieron cerca tantas veces, que casi se sentía culpable. La mujer lanzó la canasta y se alejó con una enorme sonrisa. Isabella no logró contener las lágrimas, sentía una angustia enorme al pensar que lo peor podría haber pasado y ella habría llegado demasiado tarde.
Cuando no escuchaba a su tía, se acercó a la roca, levantó la cortina de musgo y se sorprendió de ver unas escaleras que descendían, tan profundo, que pasaban bajo el estanque. Al fondo, se encontró con un largo y húmedo pasillo abovedado y lo recorrió hasta una puerta de piedra. Sintió esperanzas al descubrirla entreabierta y cruzó hacia un gran salón, apenas iluminado por un par de antorchas.
En el centro, se alzaba un pedestal de marfil sobre el que flotaba una esfera de cristal que ella no era capaz de rodear con sus brazos. Puso atención a su neblinoso interior y sorprendida, se cubrió la boca, al ver al joven dormido, semejante a un niño en el vientre de su madre, con los ojos suavemente cerrados, aun tras su antifaz rojo. Entristecida, Isabella colocó la mano en el cristal y se mojó los dedos con un líquido que se deslizaba lentamente. Reconoció la misma sustancia que estaba en la botella de su tía y regresó afuera a toda prisa. Tomó la canasta y descubrió que la botella estaba casi vacía, pero incluso así lo intentaría.
Miro todo lo que tenía y se percató de que al fondo de la canasta se encontraba el libro. Leyó mientras corría de vuelta, pero al llegar se llenó de espanto. El joven se desvanecía. Angustiada, con las manos temblorosas y los ojos nublados de lágrimas, ojeó el libro con rapidez hasta encontrar una receta marcada. Leyendo entre líneas, casi gritó de alegría, al descubrir un antídoto al final de la página.
“Para liberar al prisionero, bastará con mezclar la mitad de cada ingrediente, en orden inverso y agregar, además, una gota de sangre del apresador”.
Isabella siguió las instrucciones al pie de la letra y cuando se disponía a derramar el líquido sobre la prisión, fue interrumpida por su tía.
—¡¿Qué estás haciendo?! Detente ahora mismo, niña estúpida —gritó la mujer corriendo hacia ella.
—¡No! —Isabella agitaba el frasco entre sus manos—. Tú… ¡Suéltalo!
—¿Crees que podrás liberarlo?… No te lo voy a permitir.
La mujer se abalanzó contra Isabella, quien, astutamente, lanzó el líquido por encima de su cabeza, consiguiendo que cayera donde quería, pero nada cambió. Su tía empezó a burlarse, y presa de la ira, Isabella recordó que necesitaba un ingrediente más. Tomó un fragmento de la botella rota e hirió el brazo de la mujer.
—¡¿Qué estás haciendo?! —Su tía se apartó mirándola con ojos desorbitados—. ¿Acaso enloqueciste?
—¡Ya no soy una niña!
Ella la tomó del cuello para estrangularla tal como Isabella esperaba y esta le sujetó el brazo, haciéndola sangrar. Acto seguido, se estiró con todas sus fuerzas, hasta tocar la prisión, con la punta de sus dedos.
—Lo logré —susurró casi sin aliento, dejando caer los brazos.
—¡No! —gritó aterrorizada—. ¿Qué es lo que has hecho?
Cuando el líquido que goteaba se mezcló con la sangre, el joven abrió los ojos y, un momento después, estuvo de pie frente a ella. Al instante, y sin dar tiempo de hacer nada, desvaneció a la mujer, cuál si hubiese sido un fantasma. Isabella no se percató de lo sucedido.
Editado: 14.02.2019