Antípodas: corazones contrarios

Prólogo

Prólogo

 

            Llovía sin cesar en el día elegido. Si Estibaliz hubiese sido mayor, menos abstracta y más razonable, lo habría dejado para otro día. Pero ella no se guiaba por la claridad de la lógica, ni lo haría jamás; su naturaleza se mecía en el claroscuro de las fantasías, y se bebía las ilusiones sin olerlas primero.

            Su prima le había dicho que, si uno se tumbaba en el suelo con el oído hacia el centro de la tierra, el mundo le respondería con el nombre de su gran amor. Y aunque Estibaliz, o Esti, como todos la llamaban, apenas tenía 9 años, ya acariciaba con obsesión el anhelo de un amor sincero.

            Las nubes se cerraron sobre el cielo, y sus panzas rugieron con la bravura de la tormenta. Cuando cayeron las primeras gotas, Esti no temió a la filosa hoja fría de la lluvia, ni a la manera como su vestido color marfil se manchaba de tierra. Esti se tumbó en el suelo, abrió un hueco con las pequeñas manos, y llamó al ombligo mismo del planeta.

-¿Cuál es tu nombre?- dijo, con pedacitos marrones de suelo en los labios- ¿cómo te llamas?

            Por unos segundos, solo el abrupto golpe del trueno y el tintineo de las gotas la acompañaron. Un par de segundos después, un sonido extraño se abrió paso. Una voz ronca, un eco oscuro, trepó de lo profundo del planeta, llevando consigo la palabra deseada entre las capas que sostienen la vida.

            Estibaliz creyó escuchar algo, y afinó el oído. Los sonidos se volvieron más nítidos, y entre ellos, la pista de un nombre. Pegó el oído aún más, mientras se manchaba el vestido que iba a utilizar en una boda más tarde.

            De pronto, alguien jaló su brazo con fuerza. Lo imprevisto de la acción nubló su pensamiento. Su madre volvió a jalarla del brazo, con el rostro contraído por el enojo:

-¡Te arruinaste el vestido! ¿por qué haces esas cosas sin sentido? ¿no entiendes? ¡Necesitas madurar!

            Su madre paró en seco. Sus lágrimas se camuflaban con la lluvia frente a una Esti atónita. Su madre bajó los brazos, derrotada.

-Lo siento, mi amor, no es tu culpa- dijo, con la voz exhausta-. Es solo que hoy es un día muy difícil para mí.

            Su mamá la tomó entre brazos, y la levantó con un abrazo desesperado, el inminente hundimiento de una ilusión cincelada con sus propias manos.

            Estibaliz vio por el hombro de su madre el comedor de la casa: su padre se había desanudado la corbata, y había sacado el whiskey que tenía reservado para su aniversario de bodas. Encendió un cigarro, y contra toda regla de su esposa, lo fumó mientras se apretaba el rostro, apesadumbrado. Susana, la hermana menor de Esti, estaba sentada frente a él en la silla de bebé; al lado de su padre, una maleta tan llena que la ropa se salía por los bordes.

            Estibaliz miró desde la altura de su madre el hueco que había hecho en el suelo, y creyó escuchar una última exhalación de la tierra. Estaba segura de que había dicho algo, el nombre de su gran amor, quizás, y luego, creyó sentir en los huesos cómo la tierra sellaba sus labios.

            Había perdido su gran oportunidad; solo quedaba esperar a que la tierra hablara de nuevo, si es que alguna vez lo hacía.

(Continuará).




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