Antípodas: corazones contrarios

Capítulo 3

CAPÍTULO 3

 

            Más noche, Estibaliz dejó la ropa del día siguiente preparada en la silla e intentó dormir temprano para llegar temprano a su nuevo trabajo, pero su mente trabajaba con tanta velocidad recordando a Dylan, que olvidó dejar preparada la alarma.

-¡ESTIBALIZ! ¡ES TARDE!

            Silvia entró azotando la puerta, levantando sábanas y agitando los pies de su hija sin decoro alguno. Entre vestigios de un sueño y a las puertas de la realidad, Estibaliz se despertó, desorientada e incapaz de situarse en la realidad.

-¿Qué dices, mamá? ¿tarde para qué?

-Para tu trabajo.

-¿Cuál trabajo?- susurró Estibaliz antes de mirar a la ventana, donde el sol ya brillaba-. El trabajo ¡Mi trabajo! ¡Llego tarde!

            Aunque no sirviera de nada, Estibaliz quiso castigarse y mirar el celular, imaginando que había sido un adulto responsable y había puesto la alarma la noche anterior.

-¿Por qué soy tan tonta?- dijo para sí misma.

-¡Estibaliz, vístete y vete a trabajar!- gritó Silvia, nerviosa.

            Estibaliz arrojó el celular, y buscó la silla donde tenía la ropa del día siguiente; deseó haber escuchado a su madre cuando le pedía que tuviera más orden en su cuarto, ya que en la emergencia era una odisea encontrar las cosas entre las cosas.

            Jorge desayunaba tranquilamente, cuando escuchó las pisadas por las escaleras. Estibaliz bajó rápidamente las escaleras, terminando de ponerse los tenis, y haciéndose una coleta improvisada.

-El autobús, necesito dinero para el autobús.

            Jorge sostuvo el pan con sus dientes, y buscó dinero. Iba a comentar que los tenis rosas con un corazón dibujado en la punta no eran la mejor opción para un primer día de trabajo, pero el desorden en el que se movía Estibaliz y la cara de enojo de Silvia le hizo reconsiderar si de verdad tenía que opinar cada vez que algo no le parecía correcto en esa casa.

            Estibaliz salió disparada por la puerta, y consultó con el reloj. Era tarde, demasiado tarde, y aunque se había saltado el baño (y otras medidas de higiene), se le había escapado el autobús. Uno nuevo iba a aparecer en 45 minutos, pero, si no llegaba a su trabajo para entonces, iba a volver a las filas del desempleo con más velocidad de la que le había tomado salir de ahí.

-No puedo esperar- dijo, entrando como rayo a la casa-, tengo que irme ya.

-Yo puedo llevarte- contestó Silvia mientras buscaba las llaves del auto-. Espera, Jorge ¿cambiaste la llanta del auto?

            Mientras Jorge balbuceaba alguna excusa, Estibaliz salió por la puerta del patio con su bicicleta y la bolsa de pertenencias enredada en el cuello. Comenzó a pedalear con tanta fuerza como le era posible, y deteniéndose lo menos posible, aunque eso significara algunos autos pitando aquí y allá.

            Casi al llegar a la empresa notó un fuerte y desagradable olor a sudor que no se despegaba de su nariz, pero no se detuvo a investigar al origen. Con pasos largos para ganarle a las manecillas del reloj, se metió al edificio blanco con detalles negros al cual se le había citado.  Abrió la puerta de la recepción, se abalanzó sobre la primera silla frente al mostrador, y cuando alguien abrió la puerta de la primera oficina, se cruzó de piernas, se tomó una mano con la otra y contuvo la respiración lo más posible, fingiendo estar tranquila y compuesta. De la primera oficina salió Anita, una mujer alta y seria quien le había sido su compañera en la academia de asistentes ejecutivas.

-¿Estibaliz?- dijo Anita con alivio-. Por un momento pensé que no vendrías.

-Oh, claro que no, es solo que me gusta llegar justo a tiempo, me parece lo más adecuado- Estibaliz cerró la boca para evitar que un largo suspiro de cansancio se le escapara del pecho.

-¿Lista para empezar?

-Claro que sí- dijo con una sonrisa, mientras se congratulaba en silencio por su velocidad en la bicicleta.

            No solo la perspectiva de un nuevo empleo la alegraba; también la oportunidad de trabajar en un espacio moderno y armonioso como aquel contribuía a su felicidad. El edificio era un espacio vanguardista, de colores sobrios y con abundante iluminación natural; y lo mejor de todo, el asfixiante calor de la ciudad desaparecía en la puerta gracias a su sistema de ventilación. Estibaliz pensó con gusto que tendría que traer un suéter los próximos días.

-¿Aquí voy a trabajar?- preguntó, mirando el alto escritorio circular de la recepción.

-Ah, no, lo siento, la entrevista fue aquí- dijo Anita-. Pero tu trabajo es allá.

            Estibaliz miró hacia por la ventana hacia “allá”, y casi pudo ver nubes grises amontonándose en el horizonte, a la vez que un cuervo emitía un lastimero graznido en su imaginación.

-“¿Allá?”

-Allá- repitió Anita, mientras abría la puerta y la llevaba al edificio sin terminar frente a ellas, bajo el asfixiante sol de aquel verano.

            Cruzaron la calle de asfalto, por donde circulaban algunas grúas y hombres de chaleco anaranjados y cascos. Estibaliz giró sobre sí misma para ver por última vez el edificio moderno que acababan de dejar.

- “Electryo” ha crecido mucho en los últimos años- dijo Anita-. Las necesidades de la empresa se volvieron demasiado grandes para los peces gordos de aquí, y tuvieron que traer sangre fresca de la matriz.

            A medida que se acercaban al edificio frente a ellas, las diferencias entre el edificio anterior y éste se volvían cada vez más notorias. Además de ser más pequeño, el edificio al cual se dirigían tenía la pintura cuarteada, algunas ventanas con el marco salido, dos puertas estaban bloqueadas por tablones de madera, y en general tenían el aspecto de haber estado en pie mucho más tiempo, y por muchas más tormentas, guerras y un Armagedón, que su moderno vecino.




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