Antípodas: corazones contrarios

Capítulo 5

Luego de su jornada, Estibaliz tomó su bicicleta y enfiló hacia su casa, sintiendo que las fuerzas no le respondían y que su ánimo se arrastraba detrás de la rueda trasera. Dylan se despidió rápidamente de Richie, y despareció en las calles mal iluminadas. Richie, por su parte, cortésmente rechazó el transporte de la empresa, y pidió un taxi, primero para llegar al edificio de departamento donde vivía, y después, para dirigirse al centro de la ciudad.

            Vestido de nuevo como a él le gustaba, de jeans y tenis rojos en vez de saco y corbata, Richie comenzó a sentir la misma paz que lo embargaba cada fin de jornada laboral. Disfrutaba ver a las personas caminando con calma o sentadas en restaurantes callejeros improvisados, disfrutando la vida por ser vida, y no viviéndola como una cuesta arriba tal cual Sísifo había hecho.

            Se miró los tenis rojos, y chocó uno con el otro. Amaba esos tenis, y los llevaba envueltos en plástico burbuja cada vez que viajaba; aún recordaba la desaprobación de su padre cuando supo que se había gastado dinero en zapatos de un artista cuasi desconocido, y no en un traje sastre de marca.

Pero, aquel conflicto no era ninguna novedad: Richie y su padre constantemente discutían por asuntos de dinero, como la ocasión cuando su padre le había insistido con que se comprara un reloj inteligente como el resto de sus compañeros de universidad, o que cambiara de celular a un modelo más reciente; la interrogante en el rostro de su padre cuando no comprendió por qué su hijo llegaba en bicicleta al trabajo lo marcó tanto, que Richie terminó comprando un auto, modelo y color al gusto de su progenitor.

Pero aquellos tenis eran especiales: llevaban por los lados la figura de Symelli, su personaje animado favorito, un forastero solitario que no le rinde cuentas a nadie, paga con actos de justicia porque aborrece lo que el dinero provoca en la gente, y ama mirar de cerca las líneas en las hojas de los árboles.

            Solo los usaba en ocasiones especiales, por ejemplo, si por primera vez iba a ver el atardecer con una chica que le gustaba, o si iba a cenar con amigos a los que no había visto en mucho tiempo. Cerrar tratos o festejar aumentos salariales se hacía con zapatos comunes.

-Creo que es aquí- dijo Richie en cuanto el taxista dio la vuelta hacia el boulevard principal.

            Las luces de las calles vacilaban, con paréntesis oscuros entre esquina y esquina, el ruido disminuía poco a poco y las personas que aún transitaban evidentemente iban a trabajar o a sus casas. Poco a poco la ciudad comenzaba a dormir y, por su tamaño, Richie asumía que aquella ciudad no solo cerraba los ojos de noche, sino que roncaba luego de un día de exasperante calor.

            Richie bajó del taxi, y quiso abrir la puerta de la pizzería que había visto anteriormente. Para su sorpresa, la puerta estaba cerrada. Intentó regresar al taxi, pero éste ya había arrancado.

            Se le ocurrió que podía llamar a Biel o a Dylan para que mandaran al chofer de la compañía por él, pero entonces corrió el viento, y trajo consigo un aroma tan frágil, que pocos lo reconocerían, a no ser que estuviera bien versados en el asunto: la acogedora combinación de especias con queso y calor.

            Richie siguió el aroma por la calle, hasta llegar a una plaza pequeña frente a un par de locales y un food truck iluminado. A un costado, el nombre del establecimiento brillaba bajo una luz patrullada por una palomilla desorientada: “PIZZA MÍA” era el nombre del pequeño restaurante.

            Richie se acercó a una ventanilla que estaba abierta, y ahí fue donde la fuente del olor se reveló indiscutiblemente ante él, aunque para entonces ya estaba distraído por la visión de dos manos delicadas amasando con tanta suavidad que parecía que llamaba con los dedos a las moléculas en la harina que cocina. Embelesado, vio como los dedos, largos y elegantes, tomaban con seguridad hojas, especias y sales, y las dejaban caer con calculada distancia sobre la masa, para luego cubrir con salsa de tomate y queso la circunferencia entera de la pizza.

            Nunca había olido semejante comunión de ingredientes, ni tampoco había visto a alguien dedicar tanto cuidado a la preparación de un alimento. Richie se acercó a la camioneta, se puso de puntillas y quiso ver al chef que cocinaba con tanta habilidad.

            La marcada y pálida barbilla llamó su atención, luego, los huesos que señalaban la línea de la mandíbula; luego de unos segundos apareció un rostro pequeño, de ojos grandes y verdes, nariz puntiaguda y boca fina, enmarcada por un cabello ondulado y corto al nivel de las orejas. Richie creyó haber encontrado un mítico personaje de sus cómics favoritos, una suerte de princesa de la laguna rodeada por hojas verdes y luz dorada. Siempre había soñado con que el amor sería una cosa indefinible, y resultaba tan vaga la descripción de aquella mujer, más allá de que parecía un ser de fantasía, que aquel encuentro, entre el olor a orégano, no podía ser otra cosa más que el deseo de los corazones humildes: por fin, el amor de su vida.

-¡Oye, tú! ¿qué estás haciendo? – dijo de pronto la mujer, agitando con ira el palo para amasar por la ventanilla- ¿Te parece que me sobra tiempo? ¡Ven a ayudarme!

            Richie miró hacia atrás. Estaba solo en la calle.

-No tengo tiempo para esto- dijo la mujer, con las mejillas encendidas- ¿vas a entrar aquí o no? ¡Ya es tarde!

            A Richie no se le escapó la alegoría de la puerta abierta por el viento del food truck; quizá el universo estaba tratando de decirle algo, o quizá solo estaba entrando a la guarida de una asesina serial. De cualquier manera, tenía el corazón pinchado por la fantasía, y no podía dejar ir a la viva imagen de sus melancólicos sueños.

-¿En qué puedo ayudarla?- dijo Richie en cuanto cruzó la puerta.




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