Llanuras Níveas, Región de Azmuldan
Los fríos vientos del norte soplaban con fuerza, agitándose sobre sí mismos mientras avanzaban con rapidez entre los árboles y las rocas que yacían cubiertos por una ligera capa blanquecina y fría. Si bien la región de Azmuldan era bastante conocida por su implacable clima hostil, aquel había sido un día más o menos tranquilo con respecto a la cantidad de nieve que había caído desde las nubes grisáceas que plagaban todo el cielo, las cuales se agrupaban a montones allá en lo alto, opacando por completo cualquier intento del sol por iluminar la tierra con sus rayos.
A lo lejos se asomó de pronto la silueta de una persona que iba avanzando a paso firme y ligero cuyos pies no se lograban ver con claridad pues estaban bastante metidos en la nieve, rompiendo la uniformidad de su superficie con cada pisada que daba, dejando atrás un pequeño rastro que pronto desaparecería bajo cientos de copos helados durante el transcurso del día.
Se trataba de un hombre algo avanzado ya de edad que iba vestido con un abrigo de piel simple, pero abrigador, llevando al hombro un morral de cuero y un viejo pico de hierro de aspecto desgastado en su mano derecha. Un farol yacía descansando en su cinturón junto con otras pequeñas herramientas, meciéndose un poco al ritmo de su andar y produciendo un diminuto sonido metálico cada vez que se agitaba al son de sus pasos y chocaba con su cuerpo.
Tras un par de horas de caminata en el vasto campo congelado, por fin había llegado a su destino: La entrada de una cueva que yacía a los pies de una enorme montaña escarpada cuya cima se perdía en lo alto del cielo. Tomó el farol de su cinturón, prendió la mecha empapada de aceite que había ahí dentro y se embarcó hacia las sombras con la luz en alto, listo para iluminar el camino y sentir algo del calor de la llama que brillaba de forma tenue, pero constante frente a él.
Ya antes había estado ahí en un par de ocasiones, sabía perfectamente que no quedaba nada redundante de valor que pudiera extraer de las paredes rocosas que se alzaban silenciosas a su lado, después de todo, había recorrido de forma minuciosa cada centímetro de aquella cueva, la cual tampoco es que hubiera tenido mucho para ofrecerle en primer lugar salvo por unas cuantas menas de Hierro Gélido que brotaban desde el suelo y que se extendían cómo una enredadera sobre la superficie de roca, cosa que se repetía un par de veces más hasta llegar a la parte final de aquel corredor oscuro y desolado que terminaba en un callejón sin salida más allá en el fondo.
Sin embargo, su objetivo no era rebuscar por doquier desesperado por encontrar alguna veta de mineral que quizás hubiese pasado por alto durante sus primeras visitas. No, el motivo de su viaje hasta ahí era inspeccionar un enorme agujero que se había abierto en el suelo hace un par de días debido a un temblor que azotó el lugar, cosa que provocó que el suelo colapsara bajo lo que él suponía era uno de los muchos túneles subterráneos del Subsuelo, una parte pequeña de la gran y gigantesca red de pasajes, cavernas y recovecos que se extendía a lo largo y ancho del continente bajo la superficie, hogar de los minerales, cristales y gemas más raros y valiosos que existen.
Mientras se dirigía al sitio en cuestión, recordó el momento en que ocurrió aquel temblor. Él se encontraba minando tranquilamente lo poco que quedaba de Hierro Gélido cuando de pronto sintió cómo el suelo bajo sus pies comenzó a moverse sin aviso alguno, no con tanta fuerza para provocar que todo el lugar se derrumbara, pero sí con la suficiente como para que algunos trozos de roca cayeran del techo muy cerca de su cabeza. Mientras trataba de esquivar las rocas que caían a su alrededor, un fuerte estruendo resonó por todo el lugar y el temblor comenzó a cesar de a poco hasta desaparecer, dejando atrás una espesa nube de polvo en el aire que le dificultaba la visión y su andar, además de colarse en sus viejos pulmones, haciéndole toser por un buen rato. Cuando el ambiente se calmó un poco, se dirigió con cuidado hacia la salida, temeroso ante la posibilidad de que otra sacudida apareciera de sorpresa para terminar de derrumbar todo el sitio y convertirlo en su tumba.
Después de avanzar unos cuantos metros, se detuvo en seco al darse cuenta de que el camino frente a él había desaparecido, habiendo en su lugar un enorme agujero que descendía hacía la oscuridad abismal de las profundidades de la tierra. Mientras rodeaba aquella abertura con mucha precaución y algo de miedo, se dio cuenta de pronto de que alguien estaba colgando sobre uno de los bordes, aferrándose de forma desesperada a una roca que había quedado sobresaliendo y tratando de no caer hacia las sombras que se revolvían allá abajo directo a una muerte casi segura.
Al acercarse más se dio cuenta de que aquella figura que luchaba por su vida se trataba de un muchacho y se apresuró a echarle una mano. Luego de arrastrarlo hasta un lugar seguro, se enteró de que era un aventurero que había venido a estas tierras frías en busca de un poco de Hierro Gélido para completar un pequeño encargo que había aceptado en la ciudad de Strallvath.
Después de regalarle algunos trozos que él mismo había recolectado, el joven le dio las gracias de forma sincera y se marchó de ahí a paso apresurado pues también temía que otro temblor sacudiera el túnel de nuevo. El hombre, sin embargo, se quedó un buen rato mirando hacia el interior del enorme hoyo mientras se preguntaba si acaso ahí abajo hallaría cosas de valor que pudiera extraer antes de que alguien más supiera de aquel agujero y tuviera la misma idea que él.
Saliendo de sus recuerdos, el hombre ya se encontraba de cuclillas al pie de una de las laderas del acantilado mientras revisaba y preparaba las herramientas que utilizaría para descender y luego subir, rezando para que la cuerda que había traído consigo tuviera la fuerza necesaria para resistir su peso, sobre todo si volvía de la oscuridad cargado de minerales o de otros hallazgos valiosos.