Ruinas de un pueblo abandonado, Región de Allberdam
Un cielo gris y nublado se revolvía allá en lo alto mientras que el viento silbaba con bastante fuerza entre los restos de las casas y edificios que yacían olvidados en la cruel intemperie. Enormes matas de musgo crecían a montones sobre la madera podrida y en las rocas destrozadas, acompañadas de largas enredaderas que se extendían de manera retorcida sobre los restos que quedaban de algunas paredes y en los viejos postes para faroles que aún se mantenían milagrosamente de pie, llegando hasta un suelo cubierto por un pasto alto y enmarañado que se agitaba al son de la brisa hostil y que cubría gran parte de algunas losas de piedra muy desgastadas y sucias que adornaban en secreto varios caminos por los cuales ya nadie transitaba desde hace muchos años.
De entre las ruinas desoladas se asomó de pronto una silueta que avanzaba firme y a paso rápido mientras rodeaba de forma apresurada los trozos derruidos que se interponían en su camino. Se trataba de un hombre alto, de complexión un tanto robusta y avanzado ya de edad que llevaba encima una capucha que le cubría el rostro y gran parte de su cuerpo, además de protegerlo un poco del frío que acechaba en el aire y de las posibles gotas de lluvia que pudieran comenzar a caer en cualquier momento desde aquel cielo triste y aborrascado.
Se detuvo por unos momentos cuando pasó cerca de lo que quedaba de una pequeña cabaña cuya parte del frente había desaparecido casi por completo hace bastante tiempo atrás, dejando el interior desprotegido ante las inclemencias y estragos de la naturaleza, hecho que había resultado en el deterioro de los muros restantes, del suelo y del techo, además de un crecimiento descontrolado de malezas y arbustos que ahora surgían por doquier de los rincones y agujeros húmedos y de los espacios maltrechos que había entre la madera mohosa. Lo único que se encontraba más o menos intacto era una vieja chimenea de piedra que se alzaba quieta y en silencio en el fondo del lugar, conservando todavía por mero milagro los viejos trozos de carbón del último fuego que había ardido en su interior, restos de las llamas que alguna vez habían proporcionado luz y calor a una joven pareja de enamorados y a su hija pequeña, personas que disfrutaban de lo simple de la vida y que no se complicaban la existencia con los problemas más complejos que asolaban al mundo allá en el exterior de aquel pueblito al que llamaban su hogar.
Se quedó ahí parado por un rato contemplando aquella escena sin decir ni una palabra y con melancolía mientras fruncía un poco su rostro. Luego de permanecer de pie por un par de minutos con la vista perdida en dirección hacia el interior de la chimenea, exhaló un ligero suspiro de resignación y apartó la vista de ahí para continuar con su camino, pues las gotas de lluvia se habían hecho presentes sin aviso alguno y comenzado a caer sobre él, por lo que apuró el paso para no terminar todo empapado.
A lo lejos, en uno de los pocos edificios que aún se mantenían casi intactos por caprichos del destino, una muchacha lo observaba desde la distancia con una expresión algo apagada y perdida, apoyada sobre el marco de madera sucio y viejo que había frente a ella. La chica miraba por la ventana hacia las calles vacías y desoladas, adornadas por las casas que yacían deshabitadas y derrumbándose lentamente en silencio ante el inevitable paso del tiempo. Aquella ya era una escena bastante deprimente, pero la lluvia que había comenzado a caer hace tan sólo unos segundos y el cielo gris que se alzaba allá arriba sólo empeoraban aún más la desolación y la tristeza que cubrían todo el lugar, como si de un monstruo vil que devoraba todo a su paso se tratase. Apoyó la cabeza en contra del vidrio frío y dejó escapar un pequeño suspiro que empañó parte de su superficie cristalina. Le dolía un poco ver aquel lugar que había sido el hogar de tantas personas, la cuna de innumerables recuerdos y vivencias del pasado de varias generaciones, reducida a una pobre cáscara maltrecha y abandonada a su suerte que se desmoronaba poco a poco conforme los días seguían pasando.
Ver aquellas calles vacías y maltratadas por el paso del tiempo le hizo preguntarse si acaso ese sitio había estado tan lleno de vida y de jovialidad al igual que su pueblo natal allá en Bratellmar. Las imágenes de los niños corriendo, jugando y riendo por todas partes, de los vendedores llamando la atención de los curiosos que pasaban por ahí cerca y de los adultos dando paseos para disfrutar de la tranquilidad del día invadieron de golpe su mente de forma repentina y un tanto indeseada.
Se quedó ahí parada contemplando aquel paisaje lamentable y la lluvia que caía allá afuera por unos minutos en silencio y luego de un ligero suspiro de pesadumbre, volvió a la vieja mesa de roble que adornaba el centro de la habitación en la que estaba para continuar con su trabajo. No quería que aquel sujeto le refunfuñara de nuevo por estar perdiendo el tiempo en cosas tan banales cómo lo era el sentir lástima por un sitio miserable y olvidado hace bastante tiempo ya.
Las bisagras oxidadas de la puerta produjeron un chirrido un tanto molesto que interrumpió por un instante el sonido tranquilo de la lluvia, rompiendo con la tranquilidad que reinaba en el ambiente. Luego de un pequeño portazo, la joven alzó la vista al frente para recibir a su invitado que volvía de recoger su encargo allá en la ciudad de Albann. La imagen del tipo todo mojado, exhausto y con su típica cara de pocos amigos la recibió de inmediato. Bajó la cabeza e hizo cómo si estuviera escribiendo algo importante que se le había ocurrido justo en ese momento sobre su cuaderno, una pequeña actuación improvisada para ocultar la sonrisa que se había apoderado de ella y evitar que él se diera cuenta de que se estaba aguantando las ganas de reír ante la apariencia tan deplorable que traía encima a pesar del aspecto rudo y serio que solía emanar de forma natural.