Valle Escarchado, Región de Azmuldan
Un silencio y tranquilidad imperturbables se alzaban solemnes frente a él, opacando por completo todo cuanto sus sentidos trataran de percibir a su alrededor, cómo si se hubiera hundido en las profundidades de las aguas gélidas y congeladas del Mar Boreal. No podía sentir el frío del suelo nevado bajo sus pies ni la brisa helada en contra de su rostro que caracterizaba a las inclementes tierras del norte, su hogar. No había gritos iracundos resoplando cerca de sus oídos, tampoco había cruentas peleas a muerte con sangre salpicando por doquier, ni siquiera el estruendoso sonido del acero chocando entre sí en fervoroso y arduo combate, haciendo eco entre los copos de nieve que caían cómo si nada ese día.
Absolutamente nada.
Trató de abrir los ojos ante tal desconcertante sensación, creyendo que quizás había perdido el conocimiento tras recibir un fuerte golpe en la cabeza y que ahora mismo se encontraba tendido sobre el suelo, inmóvil e incapacitado mientras que sus hermanos de armas luchaban ferozmente en contra de los necios invasores que habían tenido la osadía de invadir su territorio. Tras un breve esfuerzo e insistencia, pudo por fin abrir sus ojos y lograr vislumbrar lo que sucedía frente a él: Un paraje extenso y vacío que se alzaba hasta donde la vista le permitía observar, rodeado por una oscuridad absoluta que devoraba todo cuanto hubiera a su alrededor y que no daba señal alguna de tener un fin. Lo único que le hacía compañía era una fina capa de lo que parecía ser niebla que se revolvía serena sobre sí misma y que a ratos se desvanecía por un pequeño instante y que luego reaparecía al otro.
Varias imágenes fugaces atravesaron su mente de forma repentina cual tormenta en invierno.
El fragor y la emoción de la batalla que lo invadían de pies a cabeza. Los bramidos intimidantes de sus camaradas con las armas en mano y alzadas en lo alto acompañados por el retumbar de los cuernos que levantaban su moral, listos para arremeter con todas sus fuerzas. Lo cuerpos de sus enemigos cayendo uno tras otro ante la potencia y el filo de su hacha. Sintió en sus manos los golpes mortales que daba con fiereza y exaltación mientras tragaba grandes bocanadas de aire helado, tremendamente orgulloso de su valía y de su fuerza cómo guerrero en el campo de batalla.
De pronto, la imagen de la hoja de una espada yendo directo hacia su pecho lo sacó de sus delirios de grandeza sobre su desempeño en aquella contienda. El recuerdo amargo de un terrible dolor punzante que pronto llenó cada parte de su ser lo invadió, lo que dio paso a una lúgubre sensación de frío que se extendió lentamente a través de su cuerpo junto con pequeños y efímeros intervalos de calidez que provenían de la sangre que brotaba sin parar de aquella herida mortal que había recibido su corazón, destellos tibios que se hacían cada vez más distantes con cada segundo que pasaba hasta que de pronto, todo frente a sus ojos se tornó negro, dando paso a una oscuridad que lo envolvió y abrazó todo su ser entre sus brazos.
Después de revivir aquellas memorias nefastas, por fin comprendió lo que sucedía: Había muerto.
Sin embargo, no sintió ni pesar ni tristeza cuando entendió lo ocurrido, sino más bien un júbilo súbito que lo llenó de golpe ante dicha revelación. Estaba muerto, sí, pero había caído en batalla de forma admirable y valiente mientras defendía su hogar, demostrando su honor cómo un verdadero hijo del norte que respetaba las tradiciones de sus antepasados, viviendo para la gloria de la contienda y luchando por proteger a los demás.
Si bien aquel hecho significaba que su vida mortal había llegado a su fin y tendría que despedirse de sus seres queridos, la idea de ser recibido y poder festejar eternamente en el Salón de los Guerreros junto a los héroes y sabios de antaño le permitía sobrellevar el enorme peso del luto que intentaba asolar su corazón. Aquel era un lugar sagrado del Más Allá destinado a aquellos que demostraban su valía en ferviente batalla, por lo que pronto estaría sentado al lado de las leyendas de tiempos pasados más grandes de todo Azmuldan, cómo lo eran Ivarik el Irrompible, quien se había enfrentado en solitario a cien soldados del Dominio Real, logrando salir victorioso. O también Skorval el Matadragones, un Ishkal que había dado muerte a cada una de las terribles bestias aladas que hace tiempo asolaban y aterrorizaban a las aldeas cercanas a las Cascadas Gemelas.
Además, también sonrió ante la idea de poder ver a su padre y a su abuelo después de tantos años desde sus caídas en combate, destino que habían sufrido al defender a su aldea de forma valiente y feroz de los viles Saqueadores de Jorvun que habían venido desde el noreste. Puede que incluso podría encontrarse con algunos de sus hermanos de armas que también hubieran caído junto con él, peleando hasta dar su último aliento por defender la aldea.
Todos y cada uno de ellos de seguro estarían reunidos en Ballagarde, el grandioso reino creado por los mismos Dioses que esperaba a las almas de los mortales nobles, justos y honorables después de su muerte, siendo aquel destino el sueño final de cualquier Ishkal que se considerara un digno hijo del norte.
Emocionado, esperó por unos momentos a que algo fantástico ocurriese, cualquier cosa.
Quizás un majestuoso heraldo celestial descendería para guiarlo al Salón de los Guerreros al son de los cuernos de batalla o tal vez un halo de luz brillante y armonioso lo envolvería para elevarlo desde aquella oscuridad hacia lo más alto de los cielos. Hasta se imaginó a la mismísima Veliath, la reverenciada Diosa de la Luz y la Justicia, dándole la bienvenida a Ballagarde personalmente, impresionada por las proezas que había logrado durante su existencia y por haber dado su vida por los demás.
Pero el tiempo sólo transcurría y él continuaba ahí solo, varado entre la penumbra y las sombras.