Antología de Verlomare: Volumen I

Una voz en la oscuridad

En alguna playa solitaria de la Costa Este, Región de Bratellmar

 

Las suaves olas del mar se amontonaban con calma unas con otras al llegar a la orilla, inundando el lugar en un coro relajante que serpenteaba sobre el aire a medida que el agua salada bañaba la arena de aquella solitaria playa una y otra vez, trayendo consigo algunas hojas maltrechas, pequeños restos de ramitas y otras cosas desde las tierras que se encontraban más allá de ese lejano horizonte que se perdía entre las nubes.

Una imponente luna llena yacía incrustada en lo alto, brillando con una luz pálida que cubría todo Verlomare en un velo gentil y delicado, acompañada de centenares de estrellas repartidas a lo largo y ancho del firmamento que titilaban sin descanso, ofreciendo una vista maravillosa y digna de toda admiración a cualquiera que alzara la vista hacia el inmenso cielo nocturno.

El viento que atravesaba la playa revolvía de vez en cuando las llamas de la pequeña fogata que ardía en silencio, provocando que la madera carbonizada hiciera un ligero chasquido y liberara un par de ascuas que se elevaban rápidamente sobre el aire, las cuales desaparecían en una fracción de segundo. Sobre ella había una vieja tetera de metal que reposaba rodeada de algunas flamas, dejando escapar una ligera estela de vapor de su boquilla un tanto chamuscada.

Fue entonces cuando apareció a lo lejos un hombre que llevaba una antorcha en la mano, caminando sin prisa y en dirección hacia el fuego que lo esperaba hambriento e impaciente por consumir y saborear el fardo de ramas que llevaba con cuidado bajo el brazo.

Al llegar, apagó la antorcha enterrando su cabeza sobre la arena y luego la dejó apoyada al lado de una roca sobre la cual se sentó, dejando caer el fardo junto a sus pies para después sacar algunas ramas de ahí, partirlas con un poco de esfuerzo de sus manos y arrojar los pedazos hacia las ansiosas llamas que se retorcían frente a él para evitar que se extinguieran. Hecho que, de llegar a ocurrir, lo dejaría sin calor ni luz en medio de esa fría noche de otoño.

Ya acomodado, estiró el brazo para tomar la tetera, teniendo cuidado de no quemarse mientras la retiraba del fuego que ahora ardía con más fuerza, cosa que quizás debió de haber hecho antes de alimentar esas las brasas con la madera que había salido a buscar, pues sintió un diminuto ardor en su pulgar cuando una ascua cayó sobre su piel. Sin darle mucha importancia, vertió el líquido hirviente dentro de un vaso de madera que sacó del morral que había llevado al hombro y que dejó caer a un lado suyo junto al resto del fardo de ramitas.

Devolvió la tetera a la fogata, puso ambas manos sobre el recipiente caliente y se dispuso a disfrutar de la infusión que había elaborado hace un rato con algunas de las hierbas que había recolectado por el camino durante el día, una preparación que resultó en un brebaje de un aroma bastante fuerte para la nariz, pero de gusto muy dulce y ameno para el paladar, sabor que le provocó cierta añoranza y le hizo recordar aquella otra infusión que había hecho cuando acampó a los pies de la Montaña Cinabar en compañía de una joven aventurera con quien se había topado por mera casualidad.

Esbozó una sonrisa al rememorar aquella ocasión, dándose cuenta de que había pasado casi un año ya desde entonces. Dejó salir un suspiro profundo y largo al pensar en el inevitable paso del tiempo.

Levantó la mirada hacia el cielo para contemplar la infinidad de estrellas que adornaban el paisaje nocturno que se extendía ante sus ojos, reviviendo los buenos ratos que pasó gracias a esa muchacha cuyo nombre nunca pudo conocer, preguntándose qué sería de ella en ese preciso momento si aún estuviera caminando por este vasto mundo.

Quién sabe, quizás ella también se encontraría ahora descansando al aire libre con la vista clavada en la luna y en su brillante séquito, disfrutando del bello espectáculo que se alzaba sobre todo Verlomare en ese instante, pues estaba convencido de que cualquiera podía presenciar tal belleza sin importar en qué parte del continente estuviese. Solo bastaba con dirigir la mirada al cielo por un breve momento y…

Un sabor amargo hizo regusto en su boca, avisándole que ya no podía seguir ignorando la parte nefasta de esos gratos recuerdos, los cuales deseaba poder separar de su cabeza y eliminar para siempre. Quizás así podría vivir convencido de que aquel trágico momento jamás había ocurrido.

No habían pasado mucho tiempos juntos cuando de la nada apareció un grupo de bandidos un tanto alterados que de inmediato se abalanzaron sobre ambos para despojarlos de toda pertenencia de valor. La chica trató de razonar con los sujetos que apuntaban sus armas hacia sus cuellos, tratando de llevar las cosas por buen camino y evitar que algo indebido ocurriese.

Pero sus buenas intenciones fueron aniquiladas cuando uno de esos malnacidos la apuñaló directo en el estómago, vociferando que ninguna inútil le iba a decir qué hacer. Los demás no se inmutaron ni siquiera un poco, procediendo a recoger el bolso de muchacha para después huir a toda prisa mientras que él pedía ayuda a gritos y sujetaba entre sus brazos manchados de sangre a la joven moribunda que se aferraba como podía a sus últimos segundos de vida, tratando de mantener su cálida sonrisa de siempre y diciéndole que no se preocupara, pues todo iba a estar bien.

Después de un rato, el brillo vivaz y alegre que había llenado cada rincón de sus ojos de tono esmeralda la abandonó sin dejar rastro alguno, partiendo de este mundo con una sonrisa que adornaba sus labios fríos y oscuros, dejándolo a él sólo, ahogándose en el llanto que asolaba su corazón destrozado, formando un nudo apretado en su garganta que no le dejaba hablar.




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