Antología de Verlomare: Volumen I

Donde vagan los muertos

El Páramo Negro, Región de Allberdam

 

Un aura siniestra impregnaba todo cuanto había a su alrededor, haciéndole sentir unos escalofríos que le recorrían toda la espalda y que no lo dejaban calmarse ni siquiera por un breve par de segundos. A ratos creía oír alguna voz que resonaba a la distancia, pero pronto sus sospechas eran lavadas por el silencio sepulcral que embriagaba todo el sitio.

Pequeños retazos de niebla de tonalidades oscuras y verdosas se revolvían sobre sí mismos una y otra vez, enredándose entre sus pies, como si buscasen desesperados algo a lo que aferrarse en ese suelo muerto y marchito que se extendía por doquier, perdiéndose en el horizonte más allá de donde sus nerviosos ojos le permitían observar.

El ambiente que reinaba en el aire era desolador e incómodo, dándole la sensación de que aquel lugar olvidado por la gracia de los dioses se empeñaba en silenciar cualquier atisbo de vida que tratara de florecer, una escena que contrastaba en gran medida con el paisaje animado y vivaz que había contemplado junto a sus compañeros hace tan solo un par de días atrás: La suave brisa primaveral que surcaba silbando entre las ramas y las hojas que se mecían de forma gentil ante su paso, el canto melódico de las aves que se reunían unas con otras para descansar en las copas frondosas de los árboles y el sonido armonioso, relajante y sereno del pequeño riachuelo de agua cristalina cerca del cual habían acampado la noche anterior.

Todo aquello fue en su momento, como le gustaba pensar, un espectáculo maravilloso que la naturaleza les había regalado luego de alejarse de las afueras de Rimza, un pequeño poblado que quedaba hacia el sur famoso por peculiar cerveza de frutos silvestres y por ser, junto con la alegre y jovial Sallberi, uno de los últimos asentamientos cercanos antes de salir de la Gran Muralla de Estalvoc, la gigantesca pared de piedra y metal que separaba y resguardaba al Dominio Real en Allberdam del resto de la región.

Sin embargo, toda la belleza natural que había contemplado durante su viaje ahora no era más que una simple maraña de recuerdos, un cúmulo que destellaba sin parar en su mente en un vano intento por opacar la nefasta vista que lo rodeaba y que amenazaba con devorarlo sin importar a donde fuera que dirigiera la mirada.

Por más que se esforzara, todo lo que podía ver era una extensión de decadencia que no tenía fin y que se propagaba en todas direcciones, consumiendo todo a su paso. Aquella escena, salida directo de una pesadilla, se empeñaba en hacerle imposible el creer las viejas historias que los ancianos de su aldea le contaban cuando era pequeño.

Relatos pasados de generación en generación que hablaban sobre la antigua gloria de Urvos, una magnífica ciudad que antaño se alzaba imponente y próspera en la parte más alejada de la región, gozando de buena fortuna, abundantes riquezas y de una belleza natural casi incomparable con el resto de Allaberdam, siendo rivalizada únicamente por las maravillas que se hayan en lo más profundo del Bosque de Nilissus, la tierra de los Elfos, hacia la costa este.

Pero todo cambió un fatídico día cuando una terrible catástrofe arrasó con todo Urvos y con las tierras aledañas, maldiciendo y condenando a sus habitantes a un destino que muchos creían era peor que la misma muerte hasta el día de hoy.

Ahora, la No-muerte reinaba a sus anchas por este lugar convertido en un cascarón vacío y olvidado a su suerte, torturando y retorciendo las almas de los pobres desafortunados que no lograron escapar de la tragedia hace siglos en abominaciones que escupían en el sentido natural de las cosas y profanaban de forma sacrílega a la vida misma, insultando el noble concepto que la propia diosa Filliane tanto amaba y protegía.

Cada vez que volteaba la cabeza hacia un lado, lo único que lograba percibir era una calma inquietante e imperturbable que dominaba cada uno de sus sentidos, poniéndole la piel de gallina y erizando cada cabello de su cuerpo. Sentía como esa sensación lúgubre lo iba rodeando lentamente y le hacía detener la marcha, acercándose de a poco hacia él para danzar a su alrededor y posar sus manos invisibles sobre su alma. Era como si algo, o alguien, quisiera…

  • ¡Hey, Harris! Si te vas a quedar parado ahí viendo a la nada como un tonto, no nos quedará más remedio que abandonarte y dejarte ahí en donde estás, ¿Te quedó claro?

Una fuerte y repentina voz lo sacó de golpe de sus divagaciones, rompiendo aquel extraño trance en el cual parecía haberse sumergido sin darse cuenta y haciendo que volviera en sí.

Levantó la vista hacia el frente y ahí vio a dos hombres que estaban a unos cuantos pasos por delante suyo, mirándolo con una expresión de confusión mientras sostenían cada uno una vieja picota de hierro, además de un par de sacos de tela vacíos que llevaban al hombro.

  • Si sigues perdiendo el tiempo, puede que alguien más nos gane y se quede con lo que vinimos a buscar. Si tienes miedo, puedes devolverte por donde viniste, pero no nos retrases.
  • Lo-lo siento mucho, Ruden. Solo me distraje un poco - Exclamó con una voz algo temblorosa, desviando un poco la mirada a causa de la vergüenza - No volverá a pasar, lo prometo.

Sacudió la cabeza para ordenar un poco el estrago que eran sus pensamientos, decidiendo reunir algo de valor al mismo tiempo que tragaba saliva con dificultad y se apresuraba a reanudar su camino, no sin antes dar un último vistazo hacia atrás para contemplar por unos segundos el enorme halo de luz que se alzaba allá a lo lejos hasta tocar el cielo, brillando con un ligero resplandor dorado que subía y se perdía entre las nubes oscuras que se revolvían de forma agitada en lo alto, ocultando por completo al sol e impidiendo que ni el más pequeño haz lumínico pudiera entrar al Páramo Negro.

  • El Páramo Negro… - Balbuceó para sí mismo en voz baja, desviando la mirada de nuevo hacia el deprimente panorama que se alzaba delante a él, esperándolo.




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