En algún lugar de Arakki, Región de Halaketh
La criatura los observaba a todos con una mirada aterradora, abriendo la boca de vez en cuando para mostrar una hilera de dientes puntiagudos como navajas de los cuales goteaba saliva, cayendo en pequeñas gotas sobre la arena. La sed de sangre y la furia que emanaban de ella era casi palpable en el ambiente, lo que infundía terror en los corazones de los cuatro aventureros que, lamentablemente, le estaban haciendo frente. Ambos bandos tenían muy claro que sólo uno saldría victorioso de ahí, siendo el premio seguir con vida, una recompensa bastante tentadora.
Si bien aquellas personas se las podían arreglar con una gran parte de la vida salvaje que uno se pudiera topar vagando en el desierto, pero en esta ocasión, se trataba de una bestia de gran tamaño, más grande que una persona. Los Komahari eran seres muy parecidos a un lagarto, pero además de su vasta envergadura, poseían una fuerza y ferocidad temibles, siendo capaces de acabar con la vida de alguien con un solo golpe de sus patas armadas con garras afiladas.
También hacían alarde de una mandíbula que podía partir a un hombre a la mitad de un mordisco y contaban con una larga cola adornada con púas de hueso con la que podían perforar sin esfuerzo cualquier armadura de cuero. Y por si eso no fuera poco, sus cuerpos estaban cubiertos por unas escamas muy duras y resistentes, las cuales podían soportar con gran firmeza el impacto de la mayoría de las armas cortantes y también de las contundentes, teniendo a su disposición un gran ataque y una increíble defensa.
Todo eso hacía del Komahari un depredador implacable y temible, por lo que muchos aventureros, guerreros e incluso cazadores evitaban a estas monstruosidades andantes a como dé lugar. Muchos estarían de acuerdo en que, de no ser por los Narkadianos, los Devoradunas y los Dragones, los Komahari fácilmente serían los depredadores alfa en todo el Desierto de Arakki.
La joya incrustada en la punta del bastón de la joven maga brilló con una luz escarlata tenue. Acto seguido, pequeñas ráfagas de fuego salieron disparadas a través del aire, surcando el árido viento del desierto hasta impactar de lleno en contra de la enorme bestia que yacía iracunda frente a ellos, detonando en una pequeña explosión que la hizo tambalearse un poco. Un atisbo de esperanza se apoderó de los rostros de todo el grupo el cual intentaba, por todos los medios que tenían disponibles, derribar a aquel monstruo como pudiesen. O por lo menos, hacerlo retroceder lo suficiente como para poder huir del lugar y ponerse a salvo.
Alakir, vislumbrando la posibilidad de la oportunidad que tanto había esperado, hizo gala de su complexión musculosa y alzó su pesado escudo al frente, marchando con su lanza en alto hacia la bestia y vociferando el grito de guerra tradicional de su pueblo a todo pulmón mientras cargaba hacia adelante con las pocas fuerzas que le iban quedando, pero fue detenido de inmediato por un par de poderosos golpes que lo pararon en seco ahí en donde estaba, haciéndole abandonar su ataque temerario y obligándolo a adoptar una posición defensiva para evitar que le cercenaran la cabeza de un solo zarpazo de esas garras enormes y afiladas.
Zarael, viendo a su compañero resistir a duras penas, sacó rápidamente una flecha de su carcaj y la preparó. Contuvo la respiración, tensó su arco con prisa y la envió a gran velocidad hacia los ojos reptilianos de su enemigo aprovechando que éste estaba distraído, esperando cegarlo para poder facilitar en gran medida la batalla.
Pero la sonrisa que se había formado en su cara pronto se esfumó cuando la flecha que volaba silbante se partió en dos al impactar contra las escamas gruesas y duras de la cola de su enemigo, la cual apareció sin aviso alguno para proteger a su dueño de aquel ataque repentino. La criatura gruñó con enfado, dirigiéndole una mirada asesina que le heló toda la sangre del cuerpo y provocándole un escalofrío que le recorrió toda la espalda, acompañado de un sudor frío que le puso la piel de gallina.
El joven espabiló del miedo que se había apoderado de él y que lo había paralizado de forma momentánea. Sacudió la cabeza en un intento de alejar esos pensamientos nefastos que le hacían temblar las manos y preparó una flecha nueva, decidido y listo para disparar otra vez, impulsado por su instinto de supervivencia… Y también por el rechazo a morir despedazado entre las fauces de ese feroz monstruo.
Soltó la cuerda y la flecha salió propulsada hacia adelante, apuntando esta vez al cuello del Komohari, hacia una parte en específico que no se encontraba recubierta por esas malditas escamas reforzadas. Pero al igual como ocurrió con su tiro anterior, su ataque fue detenido por la cola del animal que se interpuso en su camino, haciendo rebotar la punta de acero hacia otra dirección, sólo para terminar cayendo en silencio sobre la arena.
Inhaló una gran bocanada de aire y soltó la cuerda que había tensado casi hasta su límite, rogando a los Dioses para que le brindaran algo de suerte y pudiera por fin acertar. Esta vez, había apuntado hacia el hocico del robusto animal, esperando herirlo de gravedad y quizás hasta matarlo si es que conseguía atravesar su cabeza. Pero todas sus esperanzas se vieron destrozadas cuando las fauces repletas de dientes afilados interceptaron la flecha a escasos centímetros de impactar, resquebrajándola en una potente mordida que la hizo añicos en un fugaz y efímero instante ante la vista horrorizada del aquero y sus demás acompañantes.